México está indefenso ante la violencia de la naturaleza.
Mientras que Japón ha destinado alrededor del cinco por ciento del presupuesto gubernamental a la promoción de proyectos nacionales de construcciones antihuracanes y/o antisismos, y hasta en el mejoramiento de las tecnologías para pronosticar el tiempo, México apenas ha logrado avanzar en el desarrollo de sistemas de manejo de desastres.
Cada año, el territorio mexicano se ve afectado por sismos, ciclones, huracanes y heladas. Para atender los efectos de esos fenómenos naturales, el gobierno federal cuenta con el Fondo Nacional de Desastres (Fonden), un instrumento financiero que en este 2019 tiene el presupuesto más bajo en ocho años: tres mil 466 millones de pesos.
El escenario no puede ser más desolador. Una rápida revisión de los acontecimientos ocurridos, durante los últimos cinco años revela que México ha sufrido varios fenómenos naturales que afectaron a casi nueve
millones de personas y provocaron pérdidas por varios miles de millones de dólares.
De 2013 a 2017 sufrimos el embate de huracanes, actividad volcánica y la sacudida de dos terremotos, por lo que fueron emitidas 433 declaratorias de emergencia y 177 de desastre.
Sólo en 2017 se registraron ocho fenómenos naturales hídricos y meteorológicos, como los dos fuertes sismos, el 7 y el 19 de septiembre, que cobraron 340 vidas. Además del huracán Patricia en 2015, uno de los más intensos de la historia; las devastadoras tormentas Ingrid y Manuel en 2013; el huracán Odile en 2014, así como las dramáticas erupciones del volcán de Colima en 2016.
Hay que agregar que el Consejo Nacional de Población (Conapo) documenta que en las 151 ciudades con mayor riesgo sísmico habitan más de 30 millones de personas; de los 34 volcanes activos en el país, 14 se consideran de alto riesgo y amenazan a alrededor de 20 millones de habitantes y los ciclones pueden afectar 74 ciudades, con una población de al menos 12 millones de personas.
Los avances alcanzados en la promoción de una cultura de protección civil en México y el desarrollo de actividades del Centro Nacional de Prevención de Desastres (Cenapred), así como la operación del Fonden son pasos significativos, pero aún insuficientes. Sobre todo a luz de la reducción presupuestal.
La realización de simulacros de sismos en escuelas y en oficinas públicas y privadas es ya una tradición; se han mejorado marcas en el desalojo de inmuebles y ha aumentado el número de familias conscientes de la inminencia de alguna emergencia, por lo que han logrado establecer mecanismos de comunicación, protección de documentos personales y hasta centros de reunión.
La tecnología utilizada en el Cenapred representa hasta un ejemplo a seguir para los países latinoamericanos, pero todavía no alcanza los niveles de modernidad e innovación suficientes. Es imposible predecir los desastres, pero una inversión importante en la investigación y desarrollo de tecnologías permitiría, sin duda, administrar de mejor manera los daños.
Los mexicanos hemos aprendido importantes lecciones a través de trágicas y dolorosas experiencias. ¿Cómo olvidar el sismo del 19 de septiembre de 1985, así como el de ese mismo día, pero de 2017? La administración de Andrés Manuel López Obrador debe ver esto como una inversión, no como un gasto.
No permitamos que la muerte y la devastación sean, una vez más, la base de la reconstrucción de nuestro país.