Culpen a George Lucas. El rechazo casi unánime de los fans y la crítica hacia las precuelas de Star Wars provocó que muy pocos directores se atrevan a retomar éxitos probados para rehacerlos con afanes de cambio. Así, la trilogía The Hobbit recicló la estructura de la original, tanto en la trama de la primera (una copia calca de The Fellowship of the Ring) como en diálogos (“tell me, friend…”), vueltas de tuerca (la elfa que salva a uno de los héroes del envenenamiento) y desarrollo de personajes (el protagonista al que se le zafa un tornillo hacia el final). A Peter Jackson le tuvo sin cuidado que The Hobbit y The Lord of the Rings fueran libros tan distintos. Prefirió afianzar el éxito en taquilla en vez de tomar una ruta nueva. El espectador tuvo derecho a sentirse estafado.
El fracaso de The Hobbit ante la crítica no impidió que recaudara el equivalente en dólares al botín de Smaug. Siempre en busca de la siguiente fórmula, Hollywood decidió que el refrito disfrazado de novedad era la mejor apuesta. Después de The Hobbit nos tocó Jurassic World, una imitación con esteroides de Jurassic Park que apeló a la nostalgia de los que crecimos enamorados de la película de Spielberg. Igual que Jackson en The Hobbit, el director Colin Trevorrow se pirateó la original a placer: niños perdidos en el parque, una corporación que arruina los ideales de la clonación y, claro, el tiranosaurio de 1993 llegando de último minuto en plan de Rambo prehistórico. La cinta tiene sus puntadas, pero es asombroso ver cuántas de ellas invocan recuerdos para funcionar. Miren, ahí está el Visitor Center de Jurassic Park. El laboratorio. Los jeeps. ¡El T-Rex! Jurassic World no es una película. Es un álbum de la infancia.
La nostalgia se ha vuelto un gancho tan habitual que francamente hubiera sido rarísimo si la séptima entrega de Star Wars no seguía los pasos de Trevorrow y Jackson. The Force Awakens es un pastiche de los greatest hits de la primera trilogía. Arranca de forma muy similar (el androide que guarda información de vida o muerte; el desierto; el huérfano vinculado a la fuerza) y después presenta a los personajes que conocemos, con diferentes disfraces (o bien, insertándolos en este “nuevo” contexto). El final mezcla el desenlace de The Empire Strikes Back con el de A New Hope. En el epílogo, hasta Luke sale disfrazado de Obi-Wan.
Quizás por eso no he digerido bien The Force Awakens, una película que disfruté mucho el día del estreno y que hoy me parece timorata y facsimilar. The Force Awakens marca el instante en que Star Wars se convirtió en la definición misma de franquicia: el cine vuelto McNuggets, donde cada uno debe saber igual que el anterior, donde se premia la consistencia más que la invención.
Aunque intercambió el género de sus papeles centrales, la recién estrenada Ghostbusters también padece este problema: escena por escena, es casi idéntica a la comedia de 1984. La audacia en el casting pesa muy poco si no resulta en ingenio narrativo.
No siempre fue así. En los ochenta y principios de los noventa, los grandes éxitos taquilleros apostaban a historias que, si bien provenían de fuentes distintas –como hace poco hizo la disfrutable Stranger Things–, al final eran productos frescos (Terminator, Back to the Future, Gremlins).
Las secuelas se atrevían a modificar género y tema. Aliens fue una película de sitio y guerra mientras que Alien era una casa embrujada. Eso por no hablar a detalle de Temple of Doom, Gremlins 2 o Back to the Future 2, todas secuelas innovadoras.
Tal vez es hora de perdonar a George Lucas. Sus precuelas habrán sido un desastre, escritas con la gracia de una sesión legislativa, pero intentaron ser distintas a la trilogía inicial. En su malograda segunda terna había un punto de vista y un afán por cambiar el contexto y el tono. . A juzgar por la taquilla de muchos de estos refritos, el único que sale perdiendo es el espectador.