Mi hermana, Adela

27 de Abril de 2024

Tuni Levy

Mi hermana, Adela

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Hace 40 años, un 30 de mayo nació Adela. Mi madre me compró unos regalos y me explicó que fue ella quien los trajo. El cuento no me convenció, yo tenía casi 3, poca edad pero algo del más mínimo sentido común. Era una bebita de piel clara y cabello castaño. Mi madre la bautizó como el piojo güero, mucho antes de que el entrenador nacional siquiera jugara con un balón.

Cuando Adela tenía como cuatro meses mi prima Esther y yo nos subimos a su cuna y le compartimos chamoy (dulce de tamarindo). No explicamos que de verdad la única intención era la de introducirla a uno de los mejores manjares que tenía la vida, por que igual y no nos lo iban a creer.

Adela y yo crecimos en un departamento en Homero cerca de las vías del tren. Con frecuencia nos vestían iguales contra nuestra voluntad. Compartíamos el mismo cuarto, la misma escuela y rutina. Mi padre aprovechaba nuestras “habilidades” dancísticas y cada que había visitas nos hacía ponernos las faldas hawaianas y nos ponía a bailar. Por las tardes practicábamos los mismos deportes, nadábamos con el estómago lleno (recién comidas, en una alberca comunitaria), o intentábamos darle a la pelota con la raqueta, la cual cuando mucho se estampaba en la red. Otras tardes sin embargo yo caminaba a mis clases de francés mientras Adela se subía al 9 a jugar con la prima Esther.

El parecido físico pronto dejó de serlo y se sumó a todas nuestras diferencias. Adela y yo fuimos la inspiración para quien un día acuño el término “el agua y el aceite”. Ella se dedicó a bailar, a llenarse de amigas (literal se metía a una alberca y salía con dos nuevas compañeras), a formarse en organizaciones juveniles. Yo me dediqué a mis cursos diversos, a divagar en las nubes, a perderme en el espacio. El resto de la niñez y adolescencia se caracterizó por dos hermanas coexistiendo en mundos que en apariencia no se tocaban.

Nos hicimos grandes, estudiamos según nuestros intereses del momento, nos casamos, nos llenamos de niños y destinamos nuestras vidas, cada una, por lo que más nos dirigía el instinto, creciendo como se pudiera y por donde se pudiera. En el proceso, Adela ha sido más de lo que he podido pedir. Se encarga de llenarme el congelador de comida, de organizarme la vida. Me trae al mundo terrenal cuando divago. Es mi agenda, mi compañera, mi banco sin intereses, mi tienda miscelánea, mi farmacia y mi papelería. Si no nos vemos, lo que es raro, nos hablamos cinco veces al día. Lo importante y lo trivial se convierten en tratados trascendentales, cual Versalles, y darle vuelta a lo mismo es una práctica usual. Los agobios y las angustias son igual de ella que míos, y es un hecho que verla llorar sin que se me quiebre la voz, es todo un reto.

Mi reclamo con mi madre es que el reparto entre las dos se hizo cual coeficiente de GINI de país en vías de desarrollo: totalmente inequitativo. Es una bailarina nata, instructora profesional, madre por instinto de propios y ajenos, conductora de coches de carreras de alta velocidad. Se mueve con soltura y la adversidad le hace los mandados. La vida la llenó de gracia y habilidades diversas. A mi todavía más afortunada, la vida me llenó de ella.