“¡Vienen por mí!”, gritó antes de que se escucharan los disparos. Fue el viernes pasado, en un restaurante de la colonia Roma. Un ataque directo, sin robo ni forcejeo. El agresor llegó con la precisión del encargo: buscaba a un abogado que departía la tarde en una mesa cualquiera. El arma se encasquilló y las detonaciones fallidas dejaron ileso al objetivo. Pero el grito, los tiros truncos y el temor esparcido como onda rasgaron la superficie de una zona que, hasta ahora, parecía conservarse al margen de esos sobresaltos.
El restaurante, como tantos en la Roma, tenía terrazas animadas esa tarde, con comensales que compartían sus bebidas y conversaciones bajo las jacarandas. Bastaron unos segundos para que el bullicio se transformara en sobresalto, mientras los vecinos miraban desde los balcones, incrédulos ante el estruendo de los disparos en un barrio que suele parecer, todavía, un refugio dentro del caos de la capital.
La alcaldesa Alessandra Rojo de la Vega fue tajante: “El crimen organizado está avanzando en la Ciudad de México y no podemos normalizarlo”. Sus palabras encendieron las alarmas y dejaron flotando una pregunta más profunda: ¿qué tan cerca estamos de perder también estos espacios icónicos de la ciudad que durante décadas ofrecieron un remanso frente a la violencia que desborda otras regiones del país?
Pero conviene respirar hondo. Mirar con calma. Hay barrios que se sostienen no solo con la vigilancia o los operativos de seguridad, sino también por la densidad de su memoria. La Roma es más que un trazo urbano: es un manuscrito vivo donde el tiempo se acumula. Y en ese sedimento de épocas, oficios y exilios, ciertos lugares funcionan como anclas de continuidad. Uno de ellos —fundado por un joven sirio y su esposa— es El Miguel.
A unos metros del lugar del ataque, sin marquesinas con diseño de autor, una entrada sobria sobre la calle de Córdoba anuncia: “Restaurante Miguel”. Cruzar sus puertas es ingresar a otro siglo, a los aromas y sabores del desierto. Las paredes tapizadas de fotografías sepia; las mesas, de mantel blanco; el menú, inmutable desde hace más de ochenta años: kibbeh, tabule, hojas de parra, arroz con fideos. Aquí, la modernidad no arrasó; apenas se asomó a mirar con respeto.
El restaurante nació del exilio. Hace ochenta años Miguel y su esposa, huyendo de viejas persecuciones, hallaron en México un refugio donde reconstruir su destino. El Miguel pronto fue punto de encuentro de comerciantes, exiliados, familias de la diáspora sirio-judía que tejieron aquí una patria discreta. Entre esas mesas circularon noticias de guerra y paz, de bodas y negocios. Arriba, el café turco acompañaba las partidas de cartas en largas tardes de conversación. Los fundadores partieron, los clientes envejecieron, pero El Miguel resistió.
Hoy, don Jaime Escaba Mesdraje custodia el local como quien cuida un relicario. Las recetas como tesoro no han variado. La hospitalidad permanece. Las historias no buscan vitrinas ni espectáculos: se transmiten en voz baja, como las cosas que importan.
Por eso, cuando se dice que hubo disparos en la Roma, hay que responder que sí, que es un hecho lamentable, pero también es crucial recordar que aquí persisten otras formas de historia que no hacen ruido. La Roma resiste desde sus oficios, desde su arquitectura centenaria, desde la herencia de quienes, huyendo del horror de la guerra y el genocidio, hallaron en estas calles un hogar. Por supuesto, la Roma no es inmune a la delincuencia, pero tampoco es tierra de nadie: es un barrio con carácter, con el talante sereno y cosmopolita que la define.
El disparo del viernes fue real. Pero no define a la colonia. En el equilibrio precario de una ciudad que se reinventa cada día, la Roma recuerda —con la tenacidad del mantel blanco, con la permanencia de las fotografías, con el perfume de las especias ancestrales— que aún predominan y son muchos los lugares donde se hace vida cívica en paz y tranquilidad.
Y el estruendo del atentado, por brutal que haya sido, no logra quebrar a la Roma, sigue resistiendo el derrame de los días.