Michoacán, ¿un nuevo rumbo?

11 de Noviembre de 2025

Julieta Mendoza
Julieta Mendoza
Profesional en comunicación con más de 20 años de experiencia. Es licenciada en Ciencias de la Comunicación por la UNAM y tiene dos maestrías en Comunicación Política y Pública y en Educación Sistémica. Ha trabajado como conductora, redactora, reportera y comentarista en medios como el Senado de la República y la Secretaría de Educación Pública. Durante 17 años, condujo el noticiero “Antena Radio” en el IMER. Actualmente, también enseña en la Universidad Panamericana y ofrece asesoría en voz e imagen a diversos profesionales.

Michoacán, ¿un nuevo rumbo?

Julieta Mendoza - columna

El Plan Michoacán por la Paz y la Justicia, presentado por la presidenta Claudia Sheinbaum, llega en uno de los momentos más críticos para el estado. El asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, no solo exhibió la fragilidad institucional frente al crimen organizado, sino que también mostró que la violencia territorial sigue marcando los límites del poder federal. Frente a ello, el gobierno federal lanza una apuesta ambiciosa: invertir más de 57 mil millones de pesos en una estrategia integral que promete atacar las causas, reforzar la presencia militar y reconstruir el tejido social.

El planteamiento es, en papel, una combinación de desarrollo y fuerza, con una narrativa que rompe con el viejo discurso de la “guerra contra el narco”. La presidenta insiste en que “la seguridad no se sostiene con guerras, sino con justicia, desarrollo y respeto a la vida”. Pero la historia reciente obliga al escepticismo: desde 2006, Michoacán ha sido el laboratorio de casi todas las políticas de seguridad federales (desde el primer despliegue militar de Felipe Calderón hasta los programas de pacificación de López Obrador), y en cada sexenio las promesas de transformación se diluyen entre operativos, pactos locales y reacomodos criminales.

El Plan Michoacán intenta diferenciarse al sumar al componente militar —con el Plan Paricutín, que incluye más de 10 mil elementos del Ejército, la Marina y la Guardia Nacional— una agenda social de largo plazo. Se habla de empleo digno, vivienda, salud, educación, deporte y cultura como motores de paz. Sobre el papel, es un viraje hacia una política integral. Sin embargo, la punto crucial es cómo se medirá esa integralidad y, sobre todo, cómo se evitará que los recursos terminen en manos de gobiernos locales débiles o cooptados por intereses criminales. La realidad michoacana muestra que, sin instituciones municipales fuertes, cualquier inversión se vuelve arena entre los dedos.

Desde el punto de vista político, la decisión de anunciar el plan desde Palacio Nacional y no desde Michoacán fue interpretada por algunos como un distanciamiento simbólico. Pero también puede leerse como una jugada calculada: la mandataria busca centralizar la narrativa de autoridad y mostrar control desde la capital, sin exponerse a un acto público en territorio caliente. En todo caso, el mensaje de acompañamiento al gobernador Alfredo Ramírez Bedolla fue claro: Michoacán no estará solo, pero será monitoreado desde el centro.

El trasfondo de este plan no es solo de seguridad, sino de gobernabilidad. En los próximos meses, la presidenta Sheimbaum pondrá a prueba su capacidad para mantener la continuidad del proyecto de la 4T mientras imprime su propio sello. En ese sentido, Michoacán funciona como su primer gran prueba de Estado. Si el plan logra avances concretos —menos homicidios, reconstrucción institucional, recuperación de espacios públicos—, podría convertirse en el modelo de su política de seguridad nacional. Pero si se convierte en otra estrategia de contención, el costo político será alto: confirmará que, pese a la retórica de la paz, el país sigue atrapado en un ciclo de violencia estructural.

En el fondo, Michoacán es un espejo de México. La violencia no surge de la nada: es la consecuencia de años de abandono, desigualdad y corrupción. El reto del gobierno federal no es sólo desplegar tropas, sino reconstruir la confianza. Y esa tarea no se logra en quince días ni con un informe mensual. Requiere continuidad, vigilancia social y un cambio profundo en la relación entre Estado y ciudadanía.

El Plan Michoacán es, sin duda, un paso en la dirección correcta si se ejecuta con inteligencia, transparencia y presencia territorial real. Pero también es un recordatorio de que la paz no se decreta: se construye, se gana día a día. Y si esta administración logra entender que la justicia no es un discurso sino una práctica, entonces —y solo entonces— Michoacán podría dejar de ser el epicentro del fracaso y convertirse en el laboratorio de una nueva esperanza.

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