Un año después de haber llegado a la presidencia, Claudia Sheinbaum Pardo gobierna un país que la observa con expectativa. Su estilo, técnico y prudente, ha traído estabilidad política y una sensación de orden tras años de confrontación discursiva. Pero la serenidad también puede convertirse en una trampa: un gobierno que se esfuerza por no equivocarse corre el riesgo de no transformarse.
La presidenta ha demostrado eficacia en la gestión, disciplina en el discurso y continuidad en la agenda social. Los números avalan su desempeño: Enkoll para EL PAÍS y W Radio le da 79 % de aprobación, El Financiero 74 % y Poligrama 68.4 %. Se trata de uno de los niveles más altos de respaldo para un jefe de Estado en los últimos años. El problema no es la popularidad, que sin duda la tiene, sino lo que esa popularidad exige: resultados sostenibles, decisiones valientes y capacidad para construir instituciones más allá del carisma político.
Sheinbaum ha sido cautelosa en su estrategia de seguridad. Evita los excesos retóricos, habla de “construcción de paz” y presume una reducción del 25 % en homicidios dolosos. Los datos oficiales respaldan cierta tendencia a la baja, aunque con claros contrastes regionales: mientras Ciudad de México y Yucatán muestran estabilidad, estados como Michoacán, Zacatecas o Guanajuato siguen fuera de control.
El riesgo de celebrar demasiado pronto es evidente. La presidenta enfrenta el mismo dilema que su antecesor: los indicadores pueden mejorar, pero la percepción ciudadana no. La gente sigue sintiendo miedo, y las causas estructurales (corrupción policial, impunidad judicial, economía criminal) siguen intactas. La diferencia es que Sheinbaum, al menos, evita la tentación de militarizar el discurso. Sin embargo, el país necesita más que retórica sensata: necesita resultados medibles en seguridad cotidiana, no solo estadísticas nacionales.
Pocas administraciones han invertido tanto en infraestructura social en tan poco tiempo. El gobierno presume 31 hospitales nuevos, 390 mil viviendas construidas y un abasto del 90 % en medicamentos. Además, mantiene la política de becas y apoyos directos que hereda de la anterior administración.
Pero el modelo tiene límites. Las transferencias económicas han contenido la pobreza, no la han reducido estructuralmente. La informalidad sigue abarcando más de la mitad de la fuerza laboral, y la desigualdad regional persiste. El desafío de Sheinbaum no está en gastar más, sino en gastar mejor: articular una política de bienestar que no dependa solo de subsidios, sino que fomente movilidad social.
Su administración transmite orden y método, pero también cierta rigidez burocrática. México necesita no solo eficiencia, sino imaginación política para romper inercias históricas. Y esa sigue siendo una deuda.
En materia económica, los indicadores son favorables. México cerró el primer trimestre de 2025 con una inversión extranjera récord de 21,400 millones de dólares, y la pobreza laboral está en su punto más bajo en dos décadas. Sheinbaum celebra estos logros como prueba de que la estabilidad y la austeridad pueden coexistir.
Sin embargo, la bonanza macroeconómica no permea con la misma fuerza en los bolsillos. Los precios de los alimentos y la vivienda siguen presionando a las clases medias; el nearshoring beneficia a los grandes corredores industriales, pero deja fuera al sur del país. Gobernar con cifras no siempre significa gobernar con resultados. El crecimiento económico, si no es incluyente, se convierte en una estadística sin rostro.
La educación es, sin duda, el talón de Aquiles del gobierno. Aumentaron las becas, sí, pero la deserción escolar sigue en ascenso y la mitad de las escuelas no tiene acceso a internet. No hay un plan integral para mejorar la calidad educativa ni una estrategia visible para capacitar docentes. La apuesta social del gobierno parece olvidar que el conocimiento también es una forma de justicia.
En cuanto a corrupción, Sheinbaum ha actuado con firmeza en casos emblemáticos como el “huachicol fiscal”, que derivó en 14 detenciones y pérdidas estimadas en 150 millones de dólares. Pero la percepción pública de impunidad no cambia con detenciones aisladas. Falta una narrativa de rendición de cuentas más contundente y, sobre todo, más visible.
Claudia Sheinbaum ha logrado gobernar sin estridencias, lo cual, en un país acostumbrado al exceso verbal, ya es un mérito. Pero la moderación no basta. Gobernar con legitimidad implica usarla, no administrarla. Si el primer año consolidó su autoridad, el segundo deberá ponerla a prueba: demostrar que puede ejercer el poder sin quedar atrapada en el molde de su antecesor ni en la comodidad de las buenas cifras.
El país necesita certezas, sí, pero también valentía política. Sheinbaum tiene capital, conocimiento y legitimidad. Gobernar con serenidad es un mérito; hacerlo con independencia, visión de futuro, una obligación.