Tuvieron que pasar once días de la desaparición de la activista Sandra Estefanía Domínguez Martínez y de su pareja, Alexander Hernández Hernández, ocurrida el 4 de octubre en el estado de Oaxaca, para que la CNDH dictase medidas “urgentes” y encaminadas a exigir su localización. Ello, a pesar de contar con un sistema de alerta temprana sobre violaciones a derechos humanos.
Asimismo, entre el martes 29 y el miércoles 30 de octubre fueron asesinados dos periodistas en Michoacán y Colima y a pesar del impacto mediático, al tratarse de las dos primeras víctimas de este gremio en la Presidencia de la Dra. Claudia Sheinbaum Pardo, el Organismo Público Autónomo no ha emitido un solo comunicado respecto a los hechos que privaron de la vida a Mauricio y Patricia, como tampoco ha condenado ni ha hecho extensivas sus condolencias y acompañamiento a familiares y amigos.
En un contexto más amplio vemos el desinterés de la CNDH para revisar las violaciones que ha generado el desplazamiento forzado interno, pues después de su informe de 2016 no ha actualizado los datos que nos permitan saber el impacto de esta situación en estados como Chiapas, Guerrero, Michoacán y Zacatecas, donde miles de familias, ya sea por conflictos comunitarios, desastres naturales o violencia generada por grupos delincuenciales, han sido obligadas a abandonar sus hogares y renunciar a todo lo que conocen. Aunado a ello, la Comisión tampoco ha incidido para que el Senado de la República avance en la aprobación de una ley general, en un proceso legislativo que lleva detenido más de dos años. Así el impasse, la apatía y la ausencia…
Entre la inamovilidad y el desamparo
Estas situaciones sólo muestran un porcentaje de un sinnúmero de víctimas que han sido desatendidas por una Comisión que renunció de facto a su misión de velar y proteger los derechos humanos de los mexicanos. Desde la Presidencia del organismo se exhibe una falta de liderazgo, de empatía, compasión y solidaridad con quienes han sido violentados, pues su ausencia y silencio, aunado a una lenta y torpe actuación, explicada quizás en la burocratización y déficit en la gestión pública, ha dejado a las víctimas, directas o colaterales, sufrir en soledad, el dolor generado por las desapariciones, expulsiones y muertes. Todo ello, sin respaldo y sin acompañamiento.
Cierto es que la falta de un acompañamiento integral a las víctimas es una falla de origen, surgida a partir de una visión que situaba la defensa de los derechos humanos en el cumplimiento formal de un quehacer jurídico administrativo; también lo es, el hecho de que el avance de la justicia restaurativa obliga hoy a repensar en recursos de amplio espectro donde la reparación del daño no sea limitativa a un componente económico o material, sino que considere la intervención psico-social y la reconstrucción del tejido comunitario y familiar de quienes han padecido la situación de ser víctimas y han de transitar a la recuperación de su dignidad humana.
Cambiando el rumbo
La valoración de la Comisión desde la academia, la sociedad civil y las opiniones que se recogen en las conversaciones cotidianas y en las redes sociales, sobre su actuación y la importancia que las personas le dan a su propia existencia muestran un resultado negativo, pues además del abandono de las víctimas, se observa un debilitamiento institucional; un impacto poco significativo de sus recomendaciones; una cuestionable estrategia de priorización respecto a las temáticas abordadas en sus investigaciones; tibieza en el tratamiento de violaciones calificadas como muy graves; así como una evidente parcialidad al callar, relativizar o exonerar las actuaciones de operadores estatales que han sido cuestionados por deteriorar la institucionalidad democrática.
Así, la percepción que se tiene de la CNDH oscila entre la indiferencia, la irrelevancia y la carencia de protagonismo en sus acciones y resultados. Por ello, urge la transformación radical en el hacer y quehacer de la Comisión, que la sitúe en el contexto actual que vivimos y le devuelva sentido a su existencia. El riesgo de no hacerlo será cuestionarle su vigencia y relevancia en el espacio público, pero sobre todo y más importante, el costo será condenar al desamparo a quienes buscan en ella, la última instancia de contención a los abusos del poder.