Las veredas del Parque Bicentenario ya han sido barridas de los vestigios de imprudencia. Esta semana, al reabrirse sus puertas, quien lo recorra encontrará ecosistemas reproducidos con esmero, un lago que refleja el vuelo de las aves, y figuras de concreto que resguardan los juegos infantiles. Pero nada de esto brotó de la tierra como un milagro vegetal. Bajo cada rosal y cada paseo dominguero yacen los cimientos de lo que fue una zona fabril que creyó haber sepultado su pasado industrial. Pero la reapertura de este espacio nos devuelve un parque: y nos refresca el recuerdo de un Distrito Federal que ya no existe.
Tras años de dejadez y una concesión opaca, la administración de Claudia Sheinbaum revocó el contrato que había entregado el parque a intereses privados. El sitio vuelve a manos públicas con vocación cultural, social y ecológica. Es, en cierto modo, una forma en que la tierra rectifica lo que la política desvió.
Este lugar donde hoy la gente hace deporte y se pasea en familia, fue durante más de medio siglo el núcleo ardiente de la industria petrolera en la capital. La Refinería 18 de Marzo, construida en 1934 por la empresa británica El Águila y nacionalizada poco después, fue el tótem invisible de la zona noreste de la urbe que hervía con el impulso modernizador de la industrialización. La planta procesaba 100 mil barriles diarios y abarcaba 174 hectáreas entre torres de combustión, tanques colosales, andenes para autotanques. A su alrededor florecieron otros giros industriales, bodegas, comercios, y un modo de vida forjado en torno a las aspiraciones industrializadoras de la época.
Para 1991, sin embargo, la Ciudad de México ya no podía respirar. La contaminación era insoportable y la presión social ineludible. Se anunció el cierre de la refinería un 18 de marzo —fecha simbólica de la expropiación petrolera— con un discurso que ofrecía árboles donde hubo químicos. El desmantelamiento tomó años. No fue sino hasta 2010, con los festejos del Bicentenario de la Independencia, que el predio fue inaugurado como parque público. Parecía un triunfo. Pero los cambios de gobierno trajeron descuido, concesión y, finalmente, tragedia: en abril pasado, durante un festival musical, una estructura mal asegurada cayó sobre dos jóvenes fotoperiodistas. Aquella muerte desató la revocación del contrato y la recuperación del espacio para el interés común.
Pero la crónica de la industria petrolera de la capital no termina allí, también se fraguó un episodio fantástico, pero casi olvidado del mapa petrolero del antiguo Distrito Federal, fue en la colonia Estrella, cercana a la Villa de Guadalupe, los vecinos más entrados en años platican que allá por 1928 se perforó un pozo petrolero en la esquina de las calles Acerina y Joyas. El intento fue fallido —la calidad del crudo era insuficiente—, pero queda un tubo oxidado como evidencia, y una cápsula del tiempo enterrada con objetos del barrio. Como los viejos secretos familiares, la colonia conserva ese episodio con orgullo.
Hoy, Claudia Curiel, secretaria de Cultura, promete una agenda intensa de conciertos y ferias. Pero si no se le respalda con estructura y recursos, el parque volverá a ser un espejismo. Mantener con vida un espacio de 55 hectáreas exige más que voluntad para que no sucumba. La historia enseña que lo que se abandona se privatiza; lo que se descuida se corrompe.
Caminar por el parque es también releer un manuscrito urbano. Entre árboles jóvenes que aún no dan sombra, se percibe un eco lejano: el retumbar de las pipas, el siseo de las válvulas, el rugido de un complejo industrial que ya no está. Y sin embargo, sobre ese estruendo extinto, se alza una nueva sinfonía: el murmullo de las hojas, las risas de los niños, el zumbido de los insectos.
Del olor azufroso del petróleo al perfume tenue de los pinos, esta ciudad ensaya —una vez más— su reconciliación con el porvenir. Ojalá se consiga.