1ER. TIEMPO. Lengua larga y cola también. En los últimos días, cientos de personas y críticos en la política y la prensa, han utilizado al expresidente Andrés Manuel López Obrador como un punching bag. Con todo respeto, como decía siempre, se la ganó. López Obrador llegó a la Presidencia como un cruzado contra la corrupción, y pocos meses después de haber llegado a Palacio Nacional, declaraba que la había erradicado ondeando un pañuelo blanco para decirle adiós. Bocón incontinente, siempre viendo el espejo retrovisor para sus fines políticos, aseguraba en México no había nada que pasara sin que el presidente lo supiera, y que “todos los negocios jugosos llevaban el visto bueno del presidente”. Hoy, todo eso le ha pegado en la boca y en la cabeza con el escándalo del huachicol y la persecución de los sobrinos políticos del almirante Rafael Ojeda, a quien escogió y mantuvo todo el sexenio como su secretario de Marina. López Obrador armó durante su gobierno un relato, donde era el hombre incorruptible, el líder moral de un movimiento que llegó a desterrar la podredumbre del viejo régimen. Ese cuento era repetido cada mañana desde el púlpito de Palacio Nacional, y que se sostuvo mientras la maquinaria propagandística que construyó su vocero, Jesús Ramírez Cuevas, distraía, distorsionaba y descalificaba. Pero la realidad terca que se asomó al final de su gestión, ha comenzado a fracturar los cimientos de la narrativa. La mentira como instrumento de gobierno nunca había sido tan descarada como en estos seis años cuya perniciosa y perversa historia aún no se escribe. López Obrador afirmaba que no había corrupción en su administración, mientras los casos se multiplicaban: contratos inflados en Segalmex, desfalcos en Pemex, asignaciones directas que superaban cualquier antecedente, y escándalos que involucraban a sus hijos, a sus amigos y a sus operadores políticos. Frente a la evidencia, su estrategia no era aclarar ni sancionar, sino minimizar, negar o, en última instancia, culpar a sus adversarios. La paradoja era brutal: mientras el presidente insistía en que la corrupción se había acabado y que había barrido de arriba para abajo para erradicarla, los escándalos que iban marcando a su sexenio superaban en monto y descaro a los de gobiernos anteriores. El andamiaje moral del lopezobradorismo se está derrumbando no por las críticas de la oposición, sino porque la realidad lo está exhibiendo. Y cuando la narrativa ya no sostiene la credibilidad, lo único que queda es la propaganda. Pero la historia ha demostrado que ningún gobierno sobrevive mucho tiempo sostenido en la mentira. El desenlace no siempre llega en el poder; a veces, el ajuste ocurre después, cuando se pierde el miedo, empieza a circular documentación antes secreta y los cómplices se transforman en delatores. Es lo que en México se llama “el séptimo año de gobierno”, que está viviendo López Obrador con amarguras poco equiparables al pasado al que tanto recurría, donde ya no está presenta para seguir negando lo evidente, mientras camina el juicio de la historia -ese tribunal al que tanto apela-, que por lo que estamos viendo, será implacable con él y con quienes, a sabiendas de sus falsas palabras, contribuyeron a sostener el mito.
2DO. TIEMPO. La mentira como sistema. El descrédito de la palabra no ocurre de un día para otro. Y cuando un país tiene profundas raíces caudillescas, como es el caso de México, menos aún. Es gradual. Pero hoy las grietas en el blindaje de Andrés Manuel López Obrador son visibles. La “austeridad republicana” que presumió durante dos décadas era una simulación. López Obrador vivió los millones de pesos que durante 12 años le entregaron los gobiernos de la Ciudad de México en cajas de huevo -para disfrazar las entregas ilegales-, y del retiro forzoso del 10% a los salarios de los mandos medios y altos de la burocracia capitalina, para complementar los dos millones de pesos mensuales que le daban en efectivo. El “no mentir” que tanto predicaba se fue volviendo una farsa frente a las falsedades documentadas en sus conferencias mañaneras, donde cada dato inexacto, cada cifra inventada y cada ataque sin sustento alimentaban un archivo que algún día será el inventario de la manipulación presidencial, como hoy enfrenta el chaparrón del huachicol institucional. López Obrador había prometido un gobierno distinto. Aseguró que acabaría con la corrupción, que gobernaría con honestidad y que no mentiría. Hoy, un año después de haber dejado el poder, los hechos lo contradicen: el sexenio que se presentó como el más austero y limpio de la historia reciente quedará marcado por la impunidad y el disimulo. El caso Segalmex fue el ejemplo más obsceno: un desfalco superior a 15 mil millones de pesos, el mayor escándalo de corrupción en la administración pública en la memoria. ¿Y qué hizo? Minimizarlo, negarlo, echarle tierra. Ni funcionario que haya nombrado él en Segalmex, ha pisado la cárcel. Su familia tampoco escapa. El hijo mayor, José Ramón López Beltrán, vivió en Houston en una casa de lujo propiedad de un contratista de Pemex. El escándalo fue tan evidente que ni siquiera el presidente pudo ocultar la incomodidad, pero su estrategia fue convertir la defensa en ataque y culpar a la prensa, no al beneficiario. En Pemex, donde nombró director a su ideólogo de juventud, Octavio Romero, multiplicó sus pérdidas, pero los negocios con empresas fantasma relacionadas con sus otros hijos, Andrés y Gonzalo López Beltrán, no dejaron de aparecer. Los contratos por asignación directa superaban el 80% del gasto público, una monstruosa opacidad cuyo fenómeno es equiparado en el mundo donde existen los contrapesos y la rendición de cuentas, como un síntoma de corrupción. Pero él hablaba y mentía con una desfachatez inagotable. Lo que antes era motivo de escándalo lo presentaba como “eficiencia”. Si alguien criticaba y documentaba, eran sus enemigos que querían darle un golpe blando. S insistían en la crítica, sacaba sus perros mastines. Y aún así no los doblegaba, al SAT, a la Unidad de Inteligencia Financiera y a la Fiscalía General. Todos los recursos para inhibir y amedrentar Mentía cuando decía que en su gobierno no había corrupción. Mentía cuando aseguraba que todo se trataba de ataques de la derecha. Mentía cuando presumía de gobernar con transparencia. La mentira no era un accidente: era su sistema de gobierno.
3ER. TIEMPO. El colapso de la narrativa. Por años, Andrés Manuel López Obrador construyó una narrativa implacable: él contra la “mafia del poder”, el presidente que lo sabía todo y permitía todo, el enemigo de los negocios oscuros que se cocinaban en Los Pinos. Ese discurso lo catapultó a la Presidencia, legitimó decisiones controvertidas y dio sustento a su cruzada moral. Hoy, esa misma narrativa le está cayendo en pedazos. Y, paradójicamente, por culpa de él mismo. Su retórica había sido simple y llana: el poder se concentra en la figura presidencial, y ningún gran negocio se hace sin el visto bueno de quien despacha en Los Pinos. Fue eficaz para dinamitar la credibilidad de sus predecesores. Pero, como suele ocurrir con los artificios retóricos, se convirtió en un boomerang. Las revelaciones recientes sobre contratos, asignaciones directas y favoritismos en obras emblemáticas exhiben lo que el propio López Obrador había denunciado, que él estaba al tanto de todo. Estamos viendo la contradicción en la que se metió. ¿No sabía que su secretario de Gobernación, Adán Augusto López, tenía un equipo de seguridad en Tabasco vinculado con el Cártel Jalisco Nueva Generación y con el huachicol? ¿No sabía que su secretario de Marina, el almirante Rafael Ojeda, tenía dos sobrinos políticos a los que les permitía hacer lo que quisieran, que resultaron criminales? ¿No sabía tampoco que el almirante Rafael Ojeda tenía nexos con el Cártel de Sinaloa? Pues como le recuerdan ahora su dicho, los presidentes de México están enterados de todo, incluso de los negocios políticos. Estamos atestiguando el colapso de su narrativa, que vive ya un desgaste silencioso y acumulativo. La necesidad de sobrevivir del gobierno de Claudia Sheinbaum le ha colocado un espejo en la estrategia de seguridad, en la mediocre economía que heredó -crecimiento anémico e inversión en fuga-, que contrastan con aquellas mañaneras suyas donde decía que todo marchaba bien. La brecha entre lo que dice y lo que vive la ciudadanía ya no se está midiendo en cifras, sino en credibilidad, en la parte que más llega al fondo de la gente, “el pueblo sabio” como lo llamaba: la honestidad. El presidente que se asumió como único intérprete del pueblo, está siendo cuestionado por ese mismo pueblo. Y el peligro para él no está en los adversarios políticos, sino en la desconfianza social que erosiona su autoridad moral. El hombre que construyó un relato contra la corrupción, hoy enfrenta la narrativa más corrosiva, la de la incongruencia. Y en política, cuando se cae la narrativa, se desploma también la legitimidad. Está construyéndose el verdadero legado de López Obrador: no haber acabado con la corrupción, sino haberla normalizado bajo el disfraz de la palabra más repetida en sus mañaneras, la mentira.
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