El Himno Nacional… casi lo omiten en la nueva Corte

24 de Octubre de 2025

José Pérez Linares
José Pérez Linares
Abogado y Cronista. Ha publicado en Rumbo de México, Diario DF, El Capitalino.

El Himno Nacional… casi lo omiten en la nueva Corte

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José Pérez Linares

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Foto: EjeCentral

En el Salón de Plenos de la Suprema Corte, recién renovada mediante un proceso electoral, se vivió la semana pasada un instante que rozó lo inadmisible. La ceremonia avanzaba entre discursos, saludos y símbolos de los pueblos originarios: bastones de mando, ofrendas y gestos de reconocimiento a culturas indígenas. Sin embargo, al final, se olvidaba lo esencial. El Secretario, por prisa o descuido, daba por concluido el acto solemne, cuando el Ministro Presidente Hugo Aguilar preguntó con expresión de incredulidad: “¿No se va a entonar el Himno Nacional?”.

El silencio que siguió fue incómodo; la música que define la unidad cívica estuvo a punto de quedar relegada entre rituales novedosos. Ese titubeo revela más que una anécdota. En México, desde hace siglo y medio, las ceremonias gubernamentales no se conciben sin la entonación del Himno. No es un adorno, sino el broche de cierre, la última palabra de la República. Que el presidente de la Corte tuviera que recordarlo muestra cómo el ceremonial puede trastabillar cuando se confunde innovación con omisión.

La escena adquiere mayor peso en el contexto de la efeméride: ya que, el 8 de septiembre de 1824 nació Jaime Nunó, músico catalán llamado a México por Santa Anna en 1853. Compuso la música que acompaña los versos de González Bocanegra y que, desde 1854, convoca al país en actos oficiales y cotidianos. Murió en Nueva York en 1908, pero sus restos fueron repatriados en 1942 a la Rotonda de las Personas Ilustres de la Ciudad de México, donde descansan entre mármoles y recuerdos.

El estreno oficial del Himno se dio el 15 de septiembre de 1854 en el Teatro Santa Anna —luego Teatro Nacional, demolido décadas después—. Desde entonces, su música ha atravesado generaciones: del Zócalo a las aulas, de ceremonias presidenciales a festivales escolares, siempre recordando que la patria se construye con símbolos compartidos.

El Himno no se limita a los actos de Estado. Ha emergido también en tragedias y esfuerzos colectivos. Tras los sismos de 1985 y 2017, voluntarios y brigadistas lo entonaron espontáneamente entre escombros. En estadios, plazas y calles, su canto ha servido de arenga, de alivio, de punto de encuentro. Esa doble condición —práctica oficial y expresión popular— lo hace insustituible.

México, con sus divisiones históricas y sociales, encuentra en esas estrofas un punto de encuentro. Aunque los versos remiten a guerras y banderas, lo que prevalece es la emoción de cantarlo juntos. Nunó, con oído europeo y disciplina marcial, dio cadencia a un canto que no se olvida. Por eso conmueve y llama poderosamente la atención que, en la Corte, templo de la legalidad, se estuvo a punto de silenciarlo.

El contraste resulta inevitable. La ceremonia combinaba los signos autóctonos de los pueblos originarios con el canto cívico que acompaña a la República desde hace más de un siglo y medio. La riqueza de México está en su pluralidad, pero la argamasa que une lo diverso es el Himno que ha resonado en templos, cuarteles y calles, y que se ha entonado en tragedias y celebraciones por igual.

Por fortuna, la corrección llegó a tiempo. El Himno llenó el recinto y clausuró la jornada con solemnidad. La nueva Corte se instaló con sus símbolos indígenas y su legitimidad popular, anclada al rito republicano de siempre. En la Ciudad de México, donde cada septiembre las calles se visten de verde, blanco y rojo, la música de Nunó recuerda que hay gestos que no deben olvidarse. Y que la unidad, cuando se entona, es más fuerte que cualquier descuido ceremonial.

Entre bastones de mando, ofrendas y cánticos ceremoniales, aquella omisión casi inadvertida dejó un recordatorio: los rituales autóctonos enriquecen, pero no reemplazan la memoria cívica, laica que sostiene la República. Y en cada nota del Himno, la ciudad vuelve a escucharse a sí misma: el viento mueve la bandera, los pasos de los transeúntes marcan el compás, y todos, por un instante, cantan juntos, unidos, indivisibles, eternos.