Imagina esto: un exmandatario, rodeado de su familia y admiradores que cantan La Marsellesa, se despide con abrazos y aplausos antes de subir a un auto policial. Horas después, cruza las rejas de una prisión famosa por su historia turbia. ¿Suena a película de Hollywood? Pues pasó hace apenas en Francia con Nicolas Sarkozy, el expresidente que gobernó de 2007 a 2012, condenado a cinco años por conspirar para recibir dinero ilegal de Muammar Kadhafi, el dictador libio, para su campaña electoral. El 21 de octubre de 2025, Sarkozy entró a La Santé, la cárcel parisina donde han estado terroristas y narcos. Y lo surrealista no es solo que un líder así termine tras las rejas, sino que su entrada fue un show de ovaciones. Sus seguidores gritaban "¡Libertad para Nicolas!” y él, de 70 años, se despidió de su esposa, Carla Bruni, como si fuera a un viaje corto. En un país donde la ley aplica hasta a los poderosos, esto parece un chiste cruel.
Sarkozy no es un don nadie. Fue el presidente hiperactivo que reformó pensiones, impulsó la Unión Europea y bailó con Bruni en su boda de cuento. Pero la justicia francesa lo vio como un corrupto común: aceptó maletines con millones de euros de Kadhafi a cambio de favores políticos. El juicio duró meses, con pruebas de testigos y grabaciones. La jueza Nathalie Gavarino lo mandó preso de inmediato porque, dijo, el delito era “de gravedad excepcional” y minaba la confianza ciudadana.
Es histórico: el primer exlíder francés en prisión desde la Segunda Guerra Mundial. Lo pusieron en aislamiento por seguridad, en una celda de 9 metros cuadrados con tele y ducha, nada de lujos, pero mejor que el hacinamiento general. En X, tuiteó: “No es a un expresidente al que encierran, sino a un inocente”. Surreal, sí: entra como héroe, pero por robar elecciones con dinero sucio.
Ahora, voltea a México, donde la corrupción es pan de cada día, pero la cárcel parece un mito para los responsables. Aquí, exgobernadores y presidentes acumulan fortunas dudosas y duermen en mansiones, no en celdas. Pienso en Enrique Peña Nieto, que prometió cambio en 2012. Acusado por la “Casa Blanca” —una mansión de 7 millones de dólares regalada por un contratista favorecido—, por Odebrecht y por encubrir el robo de 250 millones de pesos en Pemex. ¿Resultado? Vive libre en España, escribiendo libros y cobrando conferencias. Nada de prisión, ni aplausos ni silbidos. O Emilio Lozoya, exdirector de Pemex, con millones de dólares en sobornos en su haber. Lo extraditaron en 2021, pero hoy está en libertad condicional.
No olvidemos a Roberto Borge, exgobernador de Quintana Roo: lavó dinero en aviones privados y yates, pero, tras unos meses preso, salió bajo fianza y ahora goza de impunidad.
La lista es larga: 16 exgobernadores investigados por desviar miles de millones, como Javier Duarte (Veracruz), prófugo hasta que lo atraparon en Guatemala, o Rodrigo Medina (Nuevo León), acusado de regalos millonarios a empresas. Algunos entran a la cárcel, pero salen rápido con amparos y amigos en el poder. ¿Por qué? Porque en México la corrupción no es delito, es tradición.
Según Transparencia Internacional, México es el país más corrupto de América Latina, con políticos vistos como los peores ladrones.
Sarkozy al menos enfrenta consecuencias; aquí, los políticos pasean por playas mientras los mexicanos pagan deudas eternas.
Comparar duele: en Francia, la ley es para todos, aunque con fans coreando himnos. En México, solo hay silencio cómplice. ¿Surreal? Allá es un expresidente aplaudido hacia la jaula; acá, políticos burlándose de la jaula que nunca verán.