La noche del pasado miércoles, Corea del Sur vivió un episodio que parecía extraído de las páginas más oscuras de su historia reciente. En un acto sin precedentes desde la transición democrática de finales del siglo XX, el presidente Yoon Suk Yeol declaró la ley marcial bajo el pretexto de proteger la democracia frente a “fuerzas antiestatales”. Aunque la medida duró menos de 24 horas antes de ser derogada por el Parlamento en medio de protestas masivas, sus implicaciones, aunque efímeras, son profundas y preocupantes.
El concepto de “estado de excepción”, desarrollado por el filósofo italiano Giorgio Agamben, se refiere a una suspensión temporal del orden jurídico bajo la justificación de proteger la soberanía del Estado. Sin embargo, como Agamben advierte, esta suspensión puede convertirse en norma permanente, erosionando los principios democráticos. En el caso de Corea del Sur, la declaración de la ley marcial no sólo puso en jaque el estado de derecho, sino que también desnudó las fragilidades políticas de una nación que históricamente ha oscilado entre la represión autoritaria y la libertad democrática.
El estado de excepción es, por definición, una medida extraordinaria, diseñada para enfrentar amenazas específicas que ponen en peligro la estabilidad de un país. Sin embargo, lo que alguna vez fue considerado un último recurso se ha convertido en una herramienta recurrente en democracias contemporáneas, borrando los límites entre lo necesario y lo abusivo, lo temporal y lo permanente, lo democrático y lo autoritario. Este fenómeno, que hace décadas se atribuía exclusivamente a dictaduras o regímenes autocráticos, hoy se instala cómodamente en países que alguna vez fueron considerados baluartes de la democracia.
Para comprender la gravedad de lo ocurrido, es necesario mirar hacia atrás. Corea del Sur no es ajena a la ley marcial. Durante el régimen militar de Park Chung-hee y su sucesor Chun Doo-hwan, las protestas prodemocráticas fueron reprimidas brutalmente, como en la masacre de Gwangju en 1980, donde cientos de manifestantes murieron a manos del ejército. Estos episodios aún resuenan en la memoria colectiva del país, que ha trabajado arduamente para consolidar su democracia desde 1987.
Yoon Suk Yeol, al justificar su decisión, evocó un lenguaje que recuerda los años de autoritarismo: acusaciones de conspiraciones comunistas, amenazas internas y una narrativa de protección al “orden constitucional”. Sin embargo, su intento de centralizar el poder falló rotundamente. En una democracia madura como la surcoreana, la ciudadanía y las instituciones respondieron con rapidez y firmeza, recordándole al presidente que el poder es prestado, no absoluto.
El impacto de esta crisis no se limitó a Corea del Sur. En Asia Oriental, donde la estabilidad regional es precaria debido a la tensión con Corea del Norte, la expansión de China y el alineamiento estratégico con Estados Unidos, cualquier signo de debilidad en Seúl genera preocupación internacional.
Con casi 30,000 tropas estadounidenses estacionadas en Corea del Sur y una alianza estratégica fundamental para la política estadounidense en Asia, la incertidumbre política en Seúl debilita el frente común contra las amenazas de Pyongyang. Además, da espacio a potencias como China y Rusia para explotar las divisiones internas, socavando el equilibrio geopolítico en la región.
Este episodio surcoreano tiene ecos en la historia de México, un país que también ha experimentado momentos de excepción que pusieron en jaque su democracia. Uno de los ejemplos más notables es la matanza de Tlatelolco en 1968, cuando el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz utilizó la fuerza militar para reprimir un movimiento estudiantil en nombre de la “estabilidad social”. Aunque no se declaró formalmente la ley marcial, el Estado ejerció un poder absoluto, suspendiendo de facto las garantías individuales.
Más recientemente, la militarización de la seguridad pública durante la llamada “guerra contra el narcotráfico”, iniciada en 2006, generó un debate sobre la erosión de las libertades democráticas y los riesgos de una normalización del poder militar en la vida pública.
En América Latina, un caso reciente y paradigmático es el de El Salvador. Bajo el mandato del presidente Nayib Bukele, el estado de excepción decretado en marzo de 2022 para combatir a las pandillas ha sido renovado ininterrumpidamente, consolidándose como el núcleo de su estrategia de seguridad. Aunque esta medida ha reducido significativamente los índices de homicidios, también ha provocado miles de detenciones arbitrarias, abusos documentados por organizaciones internacionales y una erosión palpable de las instituciones democráticas.
Esta tendencia no se limita a democracias emergentes. En Estados Unidos, el Patriot Act, aprobado tras los atentados del 11 de septiembre, instauró una serie de medidas de vigilancia masiva que continúan vigentes más de dos décadas después. Bajo el pretexto de garantizar la seguridad nacional, estas políticas han permitido la expansión de los poderes del Estado a costa de derechos fundamentales como la privacidad y la libertad de expresión.
Europa también es testigo de este fenómeno. En Francia, tras los ataques terroristas de 2015, el estado de emergencia se extendió durante casi dos años, tiempo durante el cual se realizaron redadas y arrestos sin el debido proceso. Posteriormente, muchas de estas medidas extraordinarias se incorporaron a la legislación permanente, normalizando herramientas diseñadas originalmente para situaciones excepcionales.
Estos ejemplos evidencian una preocupante tendencia: la frontera entre la democracia y el autoritarismo se está desdibujando. Las herramientas excepcionales que antes solo eran soluciones temporales ahora se presentan como respuestas legítimas a problemas complejos.
El caso de Corea del Norte, un ejemplo extremo de autoritarismo total, se utiliza a menudo como advertencia. Sin embargo, la verdadera amenaza parece estar más cerca: las democracias que, en nombre de la seguridad, adoptan tácticas propias de regímenes represivos. El resultado es un proceso de “autocratización silenciosa”, donde los gobiernos democráticos recurren a la violencia, la vigilancia y la represión sin renunciar formalmente a su etiqueta democrática.
Este fenómeno no sólo es evidente en el ámbito estatal, sino también en las respuestas internacionales. La reciente represión de protestas en Irán fue condenada por países occidentales, mientras que las protestas en Francia, que incluyeron denuncias de abuso policial, recibieron menos atención. Este doble estándar resalta cómo los estados democráticos justifican sus propias prácticas represivas mientras critican las de otros.
El intento fallido de Yoon Suk Yeol por imponer la ley marcial subraya la importancia de instituciones fuertes y una ciudadanía vigilante. Aunque la democracia surcoreana resistió esta embestida, el episodio revela los riesgos latentes incluso en democracias consolidadas.
En un mundo donde las crisis se utilizan como pretexto para consolidar el poder, la experiencia surcoreana es una advertencia global. El desafío no radica en evitar por completo los estados de excepción, sino en garantizar que estos sean temporales, proporcionales y sujetos a supervisión rigurosa. La democracia debe ser defendida constantemente, no solo de enemigos externos, sino también de quienes, desde dentro, buscan subvertirla en nombre de su protección.