Cada jornada electoral en México enfrenta al ciudadano con una dualidad intrigante: ser el arquitecto de su futuro y, al mismo tiempo, un actor en un escenario plagado de desigualdades, tensiones y retos sistémicos. En las urnas, se juega mucho más que un cargo público; se pone a prueba la confianza en la democracia, un concepto que, en nuestro país, aún lucha por consolidarse.
El pasado 1 de junio marcó un hecho histórico en México: la primera elección judicial, en la que los ciudadanos eligieron de manera directa a las personas juzgadoras que desempeñarán un papel fundamental en el sistema de justicia. Sin embargo, este evento inédito evidenció un problema profundo: la indiferencia de un electorado desconectado.
La participación ciudadana osciló entre el 12.57% y el 13.32%, según Guadalupe Taddei, consejera presidenta del Instituto Nacional Electoral (INE). Más allá de los números, este dato desnuda un malestar latente: el desconocimiento sobre el proceso y la poca resonancia de este ejercicio en la vida cotidiana de los votantes. Candidaturas opacas y el inusual manejo de seis papeletas para sufragar tampoco ayudaron a motivar la asistencia.
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Históricamente, el electorado mexicano ha sido un reflejo de las dinámicas políticas y sociales del país. Desde el fin de la hegemonía del PRI en el año 2000 hasta la llegada de Andrés Manuel López Obrador en 2018, las elecciones han servido como una válvula de escape frente a un sistema percibido como corrupto e ineficaz. Pero también ha dejado impacto profundo, como la controvertida elección de 2006, que fracturó para muchos la confianza en las instituciones.
La geografía política de México es tan diversa como sus desafíos. El norte industrializado y el sur marginado votan por razones tan diferentes que resulta difícil hablar de un electorado homogéneo. Y, en el trasfondo, persiste un espectro inquietante: el cuestionamiento hacia las instituciones, incluido el propio INE, que pese a ser un baluarte de la transparencia electoral, enfrenta críticas y descalificaciones constantes.
Para entender mejor el comportamiento del electorado mexicano, resulta útil contrastarlo con otros países. En Estados Unidos, por ejemplo, la polarización es un factor determinante. La elección de 2016, en la que Donald Trump llegó a la presidencia a pesar de obtener tres millones de votos menos que Hillary Clinton, subraya las peculiaridades de un sistema donde el voto popular no siempre traduce la voluntad mayoritaria. No obstante, el sistema judicial estadounidense ha mostrado solidez al resolver disputas electorales críticas, como en el caso de George Bush contra Al Gore en el año 2000.
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Por otro lado, India, el país con el electorado más grande del mundo, enfrenta retos logísticos enormes. Las urnas llegan a las regiones más remotas y millones de votantes tienen acceso a sistemas electrónicos, a pesar de compartir con México problemas como el clientelismo. Sin embargo, este compromiso cívico contrasta con naciones como Suecia, donde la participación electoral supera el 80%, gracias a un sistema que inspira confianza y garantiza equidad.
En este contexto, México debe reflexionar sobre su participación electoral, que es oscilante y marcada por una apatía generacional, especialmente entre los jóvenes. La reciente elección judicial expuso la falta de conexión entre la ciudadanía y un sistema judicial que históricamente ha sido percibido como lejano e inalcanzable.
La solución no está en subestimar ni justificar al electorado, sino en trazar un camino que fortalezca su papel transformador. La clave radica en la educación cívica, el fortalecimiento de las instituciones y la promoción de un cambio cultural que valore el voto no solo como un derecho, sino como una responsabilidad colectiva.
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La democracia no se limita al acto de votar. Su verdadero poder reside en garantizar que cada voto sea el cimiento de un sistema más justo y equitativo. La evolución del electorado mexicano es un espejo que refleja tanto nuestras posibilidades como nuestras limitaciones.
La primera elección judicial en México no fue solo un evento histórico, sino un llamado de atención. En un país donde la justicia ha sido un privilegio para pocos, este proceso debe ser el inicio de una transformación cultural que acerque a la ciudadanía a las instituciones.