1ER. TIEMPO. La verdad es irrelevante. En el mundo, la verdad y la mentira dejaron de ser relevantes. Lo de hoy, lo que importa y deja huella es la narrativa, el cómo se cuentan las cosas para que queden sembrados en las mentes, como verdades o mentiras, aunque sean lo contrarios. Es una nueva versión de “la historia la cuentan los vencedores”, porque en la actualidad, incluso los perdedores logran contar una historia épica. Nuestro mejor ejemplo es Andrés Manuel López Obrador, que fue derrotado por Roberto Madrazo en las elecciones para gobernador en Tabasco en 1994, y emprendió lo que llamó el “éxodo por la democracia”, una caminata de mil kilómetros a la Ciudad de México para denunciar el fraude electoral. En 2006 perdió la elección presidencial ante Felipe Calderón, que lo puso colérico y lo convirtió en un hombre rencoroso que nunca dejó de decir que le cometieron fraude, algo que repite la presidenta Claudia Sheinbaum, que junto con Gerardo Fernández Noroña llevó “las pruebas” al Instituto Federal Electoral en cajas que solo tenían papeles de la basura. En 2012, volvió a perder ante Enrique Peña Nieto, y pese a que fue derrotado por un margen claro, también dijo que le habían cometido fraude. La verdad, que nunca la probó, fue irrelevante. La mentira, pero con un discurso que entró en el imaginario colectivo como cuchillo en mantequilla, se instaló como verdad. Pero López Obrador construyó una narrativa que dividió a la sociedad tabasqueña, a la de la Ciudad de México cuando el presidente Vicente Fox buscó su desafuero, y la hizo nacional al llegar a la Presidencia en 2018, con relatos simplificados, a menudo emocionales, que presentaban una visión polarizada del país. Estas narrativas no solo influyeron en la opinión pública, sino que alteraron instituciones, que finalmente colonizó, exacerbó conflictos en todos los niveles, incluso en las familias al propiciar con sus posiciones maniqueas, y erosionó la confianza entre grupos sociales. López Obrador no fue un político inédito. Antes que él muchos otros hicieron lo mismo, dividir la vida en “nosotros contra ellos” y presentar a la sociedad como dos bloques irreconciliables. Eso sucedió durante la Guerra Fría, donde izquierda y derecha eran modelos excluyentes, o en el divisionismo étnico en Ruanda, que llevó al genocidio de los hutus contra los tutsis en los 90. López Obrador partió la sociedad con la generalización simple de los pobres y los ricos, los buenos y los malos, los conservadores y los liberales. Simplificó problemas complejos en un conflicto identitario, etiquetando al “otro” como una amenaza, reforzado por discursos, propaganda y sus “benditas” redes sociales. Como todos los populistas nacionalistas, era una lucha del pueblo contra las élites, incorporando la narrativa del miedo, basado en la idea de que un grupo, los “neoliberales”, querían regresar al poder para recuperar los privilegios perdidos, lo que sería castatródico para la gente. Esa narrativa funciona exagerando riesgos reales o inventados, para justificar medidas extremas y desconfianza hacia ciertos grupos, que le permitió aniquilar al Poder Judicial que conocíamos, por ejemplo, utilizando otra técnica narrativa, la de la victimización, de presentar al “pueblo bueno” como agraviado históricamente que ahora tenía en sus manos el poder. ¿Todo esto era verdad? No, pero en la narrativa, él ganó.
2DO. TIEMPO. La guerra de las narrativas. En México, la política dejó de disputarse en las urnas y en los acuerdos tras bambalinas. Hoy, el verdadero campo de batalla está en el terreno más volátil y menos regulado: la narrativa. Y en esa guerra, callada, constante y despiadada, los hechos pesan menos que las percepciones y la estrategia vale más que la evidencia. La narrativa ha tenido en México grandes ejemplos, y grandes fracasos, como el perdón a los pobres de José López Portillo y que íbamos a administrar la abundancia, o que al Tratado de Libre Comercio de América del Norte de Carlos Salinas, era la puerta al desarrollo y la riqueza compartida. Andrés Manuel López Obrador prometió barrer la corrupción de arriba hacia abajo, y hoy hay más corrupción que nunca. Decía que iba a bajar la gasolina, y hoy cuesta 1.5 veces que en 2018. Ofreció tener una salud “mejor que Dinamarca”, y aunque muchos se rieron, muchos le creyeron y hoy no encuentran medicinas en ningún lado. Pero López Obrador contaba cuentos de manera persuasiva, con un lenguaje simple con estructura teológica. Desde el poder construyó una realidad alterna donde las cifras que incomodaban se diluían, relativizan o se resignifican. Su narrativa tenía una virtud: era repetitiva, clara y emocional. No buscaba convencer con datos, sino con identidades. Quien lo cuestionaba era el enemigo del pueblo. Ese marco binario fue eficaz porque convrtió toda crítica en ataque político, y todo error en complot. Su sucesora, Claudia Sheinbaum, ha seguido la misma escuela, pero no basta la técnica y el método, se requiere que la persona sea empática y conecte con quien lo escuche. López Obrador tenía un talento natural. Sheinbaum ni lo tiene, ni se aprende. La ventaja para la presidenta es que si ella está mal, la oposición está peor. Jorge Romero, líder del PAN, la oposición más sólida, es incapaz de articular un relato propio que convenza. Alejandro Moreno, el líder del PRI, tiene el discurso disruptivo y agresivo que le permite tener una narrativa propia, pero la narrativa del descrédito ha sido más poderosa. Y en una guerra de narrativas, el que no propone desaparece. En esta lucha, el botín más codiciado son los ciudadanos, y las redes sociales funcionan como trincheras donde cada grupo refuerza su verdad. La polarización no es un accidente: es un método. Divide, exacerba, repite. En este ambiente, la información verificada compite en desventaja frente a frases contundentes, simplificaciones cómodas y teorías conspirativas perfectamente empaquetadas. Lo vimos recientemente con la afirmación de la presidenta Sheinbaum que una conspiración internacional de extrema derecha con el apoyo de mexicanos, estaba detrás de una manifestación de la Generación Z contra la violencia y la corrupción. La narrativa no fue tan poderosa, porque Sheinbaum no es López Obrador. No obstante, dividió a la sociedad, y ese discurso, como efecto distractor y para desviar la conversación del fondo, el fracaso de la estrategia de la seguridad y la corrupción galopante, funcionó. También para empujar a la gente a pensar en otras cosas, sirve la narrativa.
3ER. TIEMPO. El costo de la batalla. La guerra de las narrativas no sólo distorsiona la discusión pública; también cancela la posibilidad de evaluar políticas, exigir resultados o corregir rumbos. Cuando el objetivo es ganar el relato, no resolver problemas, el país se queda sin brújula. Aquí dice la presidenta Claudia Sheinbaum que vamos muy bien en varios temas. El empleo, por ejemplo: asegura que ha subido, lo que es cierto, pero el informal, el que no tiene prestaciones ni paga impuestos, porque el formal va cayendo de manera sistemáticamente y genera menos del 50% del empleo que creaban anualmente otros gobiernos no obradoristas. Presume la llegada de inversiones extranjeras, que en realidad no llegan, sino que las utilidades se reinvierten. Dice que México es un ejemplo para el mundo, pero en el mundo consideran que México está controlado por narcotraficantes. Es la realidad de la narrativa contra la realidad que pueda medirse, discutirse y mejorarse. No estamos ahí. Sheinbaum sigue premiando la percepción sobre los hechos, porque estos no le favorecen, y sabe que ganará quien controle el cuento, no quien gobierne mejor. La batalla de las narrativas se desarrolla en las redes sociales en México, donde se compite por imponer una interpretación dominante sobre un tema, acontecimiento o figura pública. En la red, no gana necesariamente la versión más veraz, sino la más emocional, viral, simple y útil para movilizar identidades. Aquí, esto implica la lucha entre el gobierno y la oposición, donde Sheinbaum va ganando al llevar años la crítica a los partidos políticos, con verdades, mentiras y exageraciones que, sin embargo, los líderes de esa oposición todavía no pueden neutralizar. También, la de los medios alternativos, que construyó a su medida y necesidad Jesús Ramírez Cuevas, vocero del expresidente Andrés Manuel López Obrador y actual coordinador de asesores de Sheinbaum, para contrarrestar a los medios tradicionales. Igual hizo ungiendo a youtuberos, un grupo de farsantes cuyo trabajo es colocar preguntas sobre políticos y periodistas de tal forma, para que la presidenta, como antes los hacía López Obrador, los ataque y difame. Los ejércitos digitales de Ramírez Cuevas son otro instrumento para fortalecer la narrativa, que duermen en las granjas de robots junto con personas de carne y hueso para salir en cualquier momento a la batalla para desviar la conversación digital y minimizar la crítica. La estrategia del régimen, que sigue los lineamientos de los liderazgos populistas, son la polarización política creciente, donde la confrontación entre simpatizantes del gobierno y sus críticos ha convertido cada debate público -elecciones, seguridad, economía, programas sociales, corrupción- en una disputa narrativa. Es donde los youtuberos y los influencers, que actúan como “voceros digitales” funcionan como instrumentos de la propaganda o como contrapesos. Decenas de millones de pesos le invierte el gobierno de Sheinbaum a construir y fortalecer su narrativa, que invierten en granjas de contenidos y campañas coordinadas, ataques sincronizados contra críticos, tendencias artificiales en las redes y estrategias de “astroturfing”, para simular apoyos espontáneos, que amplifican los mensajes que de forma orgánica no tendrían tanto alcance. La narrativa va compuesta de algoritmos que premian lo emocional y favorecen la indignación, la confrontación, los mensajes simples y los contenidos visuales cortos. Esto lleva a que los grupos oficialistas y opositores creen narrativas cada vez más extremas para “ganar” visibilidad, donde cada evento violento se convierte en una disputa, cada elección en “guerra sucia”, “medios vendidos”, y “campañas negras”. No cambian la realidad real, y juegan con la alterna. No solucionan de fondo nada, pero permite a quien controle la narrativa, controlar todo.
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