La noche del 11 de abril de 2025, el Palenque de la Feria Internacional del Caballo en Texcoco, Estado de México, estalló como una bomba cuando Luis R. Conriquez, ícono de los corridos bélicos, anunció que no interpretaría narcocorridos en su concierto, acatando una advertencia del gobierno estatal que prohibía contenidos que hicieran apología del crimen. La respuesta del público fue un estallido de furia: abucheos, vasos de cerveza arrojados al escenario, instrumentos destrozados y choques con la seguridad. Este caos no solo marcó un punto crítico para el cantante, sino que abrió una herida más amplia sobre el impacto de géneros como los narcocorridos y el reguetón, cuyas letras a menudo celebran la violencia, el machismo y el hedonismo desmedido, alimentando un debate urgente sobre la cultura que consumimos.
Los narcocorridos, una variante del corrido tradicional, han narrado durante décadas las hazañas de narcotraficantes, desde capos como El Chapo hasta sicarios anónimos. Estas canciones, con su ritmo pegajoso y letras crudas, no solo reflejan la realidad de un México donde el crimen organizado es omnipresente, sino que la romantizan, presentando a los delincuentes como héroes modernos. Canciones como “El Búho” o “Sanguinarios del M1” convierten la brutalidad en épica, celebrando un estilo de vida que deja lujos, comodidades y poder, pero también miles de muertos al año. Este género no es un simple espejo de la sociedad; es un amplificador que normaliza la violencia y seduce a generaciones jóvenes con promesas de poder y dinero fácil.
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El reguetón, aunque distinto en origen, comparte culpas en este panorama. Nacido en los barrios de Puerto Rico, evolucionó de un movimiento contestatario a un fenómeno global que, en muchos casos, glorifica el machismo, la cosificación de la mujer y el culto al dinero. Letras como las de Bad Bunny o las de Anuel AA reducen a las mujeres a objetos sexuales, mientras otras canciones alaban el lujo ostentoso y, en algunos casos, la vida delictiva. Si los narcocorridos mitifican al narco, el reguetón a menudo exalta un hedonismo vacío donde la violencia de género y el materialismo son moneda corriente. Ambos géneros, aunque musicalmente distantes, coinciden en un punto: sus letras suelen carecer de profundidad crítica, ofreciendo en cambio una visión superficial que glorifica lo peor de la condición humana.
En Texcoco, la decisión de Conriquez de omitir narcocorridos no fue voluntaria. El gobierno del Estado de México había exigido días antes que los espectáculos musicales evitaran la apología del delito, con sanciones que incluían prisión. Esta medida, similar a restricciones en Chihuahua o Jalisco, chocó con un público que llegó esperando escuchar los temas que han hecho de varios cantantes del género grandes estrellas. La reacción violenta y desmedida revela una contradicción: sus seguidores no solo consumen estas canciones como entretenimiento, sino como una extensión de su identidad cultural. Pero esta identidad, alimentada por letras que ensalzan el crimen y la misoginia, merece ser cuestionada.
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No se trata de satanizar a quienes escuchan narcocorridos o reguetón. En un país donde el narcotráfico ofrece a muchos lo que el Estado no —empleo, estatus, pertenencia—, los corridos bélicos resuenan como crónicas de una realidad que el discurso oficial ignora. El reguetón, por su parte, conecta con el deseo de escape y placer en contextos de precariedad. Sin embargo, ambos géneros fallan en su responsabilidad como agentes culturales. Mientras los narcocorridos convierten a los sicarios en ídolos, el reguetón refuerza estereotipos que perpetúan la desigualdad de género y el vacío existencial. ¿Dónde está la línea entre reflejar la realidad y maquillarla?
El gobierno federal, encabezado por Claudia Sheinbaum, ha intentado un enfoque tibio. Tras el desastre en Texcoco, Sheinbaum aclaró que los narcocorridos no están prohibidos, pero abogó por promover música que fomente la paz, como la iniciativa “México Canta”. Esta postura reconoce que la censura directa es un callejón sin salida —en los 90, prohibir narcocorridos en el norte solo los hizo más populares—. Sin embargo, el problema no se resuelve con campañas blandas, mientras las condiciones que dan vida a estos géneros persisten: pobreza, corrupción y un narco que opera con impunidad.
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Lo ocurrido en Texcoco es una tormenta que no se creó sola. Horas antes del concierto, el cantante Luis R. Conriquez explicó en redes su decisión: “Es la primera vez que estoy en un palenque sin cantar corridos, así que nos acomodamos o nos enfiestamos”. Pero el público no quiso adaptarse. La violencia que desató su negativa no solo destruyó equipos, sino que evidenció una adicción cultural a narrativas tóxicas. Este episodio plantea preguntas incómodas sobre la libertad de expresión. ¿Es legítimo cantar sobre narcos o misoginia como arte? Los corridos de la Revolución exaltaban a rebeldes con causas sociales; los narcocorridos y el reguetón actual, en cambio, a menudo glorifican el egoísmo y la destrucción. La diferencia no es trivial.
Prohibir estos géneros no es la respuesta. La censura crea mártires y evade el problema de fondo: una sociedad que encuentra en la violencia y el machismo un eco de sus frustraciones. Pero tampoco podemos ignorar el daño que causan. Los narcocorridos y el reguetón no son los culpables de la crisis mexicana, pero son cómplices al darle un soundtrack seductor. La solución pasa por atacar las raíces de la desigualdad y la impunidad, y exigir a los cantantes que asuman su influencia. Mientras tanto, Texcoco nos deja una lección amarga: cuando la música celebra lo peor de nosotros, el escenario termina en llamas.