En memoria de Carlos Manzo
Este fin de semana asistí al desfile del Día de Muertos junto con miles de personas en el Paseo de la Reforma. Fue una celebración vibrante, llena de colores, aromas, sabores y rostros diversos. Sin duda, es la fiesta más grande que convoca a gente de todo el mundo, junto con comerciantes de cada rincón del país. Gocé de todo, pero no podía dejar de reflexionar: ¿cómo es posible que, en medio de tanta riqueza cultural y humana, vivamos bajo un Estado que oscila entre el populismo y la ausencia de rumbo?
Si la efectividad de un gobierno se mide por su capacidad real para ejercer el poder público y atender las necesidades de su población, hoy el desorden institucional y la profundización de las desigualdades nos colocan frente a una crisis de gobernanza. El Estado, lejos de articular respuestas sólidas, se limita a contener los problemas, dejando en la desprotección a millones de personas. El poder parece estar en manos de quienes desean precipitar la catástrofe, mientras se sostiene una sumisión estructural a través de programas asistenciales que no deben sustituir el ejercicio pleno de ciudadanía.
Esta fragilidad institucional no es casual ni reciente. Es el resultado de una deriva preocupante: la normalización de prácticas autoritarias que sacrifican sistemáticamente los derechos humanos y las libertades civiles en nombre de una supuesta voluntad popular. Cuando el poder se concentra sin contrapesos, cuando se descalifica la crítica y se desmantelan los canales de participación ciudadana, lo que está en juego no es solo la eficacia del gobierno, sino la médula misma de nuestra identidad colectiva.
La cohesión nacional se ve amenazada no por fuerzas externas, sino por la erosión interna de los principios democráticos. México no reside únicamente en el Zócalo capitalino. El país vive en cada municipio, en cada comunidad, en cada persona. Es ahí donde debe fortalecerse la democracia: desde abajo, desde lo cotidiano, desde lo colectivo.
Los Mecanismos de Solución de Conflictos (MSC), reconocidos como derechos humanos en la Constitución, representan no solo una vía alternativa a los tribunales, sino también un profundo reconocimiento de la ciudadanía activa. Implican la transferencia de responsabilidad a cada persona y comunidad para resolver sus propios conflictos de manera pacífica, digna y corresponsable.
Como mediadora certificada, sé que en prácticamente todas las entidades federativas existen personas capacitadas para facilitar procesos de diálogo. Conocedores de la teoría del conflicto —sus etapas, dinámicas y factores generadores— nos permite reducir tensiones y construir soluciones sostenibles. Pero lo más importante es que los MSC nacieron desde lo local, como conocimientos y prácticas situadas. No podemos seguir pensando que toda solución debe salir del centro. México necesita respuestas adaptadas a sus realidades regionales.
Volveré a creer en un Estado de bienestar si las autoridades echan mano del empuje social, si articulan esfuerzos con la sociedad civil, universidades y personas mediadoras. De lo contrario, el mensaje será claro: a río revuelto, ganancia autoritaria. Porque, aunque la Constitución consagra derechos humanos, sin seguridad, sin salud ni acceso real a la justicia, esos derechos se vuelven letra muerta.
La historia demuestra que lo que no se resuelve por la vía pacífica, estalla por la violenta. Aún estamos a tiempo. La mediación y los MSC son herramientas poderosas para pacificar, dignificar y reconocer a cada persona y comunidad.
Este es un llamado a las y los actores políticos: escuchen, dialoguen, construyan. Porque sin paz, equidad y libertad, no hay nación que se sostenga.