El nombre de Carlos Gurrola Arguijo, conocido cariñosamente como “Papayita”, no debería estar hoy en las noticias. Tenía 47 años, trabajaba en la limpieza de un HEB en Torreón, y lo único que esperaba de sus compañeros era respeto. En cambio, recibió burlas, desprecio y, finalmente, una “broma” que le arrebató la vida.
Papayita murió tras beber de una botella contaminada con desengrasante. Pasó tres semanas hospitalizado, luchando con quemaduras internas que le destrozaron la tráquea y los pulmones. La crueldad que lo rodeaba no empezó ese día; lo acosaban desde hace tiempo, escondiéndole la comida, dañando su bicicleta, robándole el celular. Su muerte fue el desenlace de una cadena de abusos disfrazados de chistes.
Lo más indignante es la indiferencia. La empresa para la que trabajaba, HEB —o su contratista, Multiservicios Rocasa— no lo auxilió de inmediato, no notificó a su familia a tiempo, no asumió responsabilidad alguna hasta que la presión pública los obligó. Esto no es sólo un descuido corporativo, es el síntoma de una sociedad donde la vida de un trabajador se vuelve prescindible, donde el acoso cotidiano se normaliza, y donde la empatía brilla por su ausencia.
Papayita murió por una “broma”, pero también por todo lo que está mal en la sociedad: por la deshumanización, por el silencio de quienes miran y callan, por la comodidad de empresas que se deslindan antes de responder. Su historia nos duele porque revela lo peor de nosotros mismos.
Esencia sin fronteras
Pero no todo está perdido. Mientras la inhumanidad muestra lo peor de sí, también hay chispas de esperanza entre quienes buscan un mundo mejor
“Estados Unidos está compuesto por mucho talento que viene de afuera. Muchos de los grandes músicos que he conocido son inmigrantes”, dijo Sebastián Wozniuk. Esa frase sintetiza algo que parece olvidarse en medio de los muros, las prohibiciones y los discursos que reducen la migración a una amenaza: que detrás de cada viaje, también hay una riqueza cultural que termina dando forma a la identidad de un país.
Wozniuk, guitarrista y productor argentino radicado en Nueva Jersey, acaba de publicar su primer EP independiente, Esencia Vol. 1. Más que un debut como solista, este trabajo es también un manifiesto de diversidad. A lo largo de cuatro canciones —que van del punk-rock alternativo al reggaetón, pasando por el pop tropical y el hard rock— propone un sonido mestizo, abierto, imposible de encasillar en una sola etiqueta. Un proyecto que, más que un experimento, es un recordatorio de que la música misma nace de los cruces y los intercambios.
La apuesta no es menor. En tiempos en que el expresidente Donald Trump insiste en políticas restrictivas que buscan cerrar fronteras, un disco así es un acto de resistencia cultural. Wozniuk no lo plantea en términos militantes, pero sus canciones lo sugieren: la diversidad no solo enriquece, sino que es la base sobre la cual se construye cualquier futuro musical.
Esencia celebra esa multiplicidad. Un puertorriqueño cantando reggaetón desde la raíz, una argentina interpretando hard rock, una artista estadounidense atreviéndose a cantar en español. Cada colaboración es, en sí misma, un puente. Y en esa mezcla, la música se vuelve testimonio de algo más grande: que lo humano no debería tener fronteras.
De cara al futuro, Sebastián no descarta la idea de lanzar un segundo volumen que lo lleve a explorar otros caminos. Su horizonte creativo incluye géneros tan disímiles como el country, el reggae, el techno house y hasta un rock más pesado, porque para él la música es, ante todo, un territorio de libertad. No sueña con estadios llenos ni con métricas millonarias. Por ahora, su aspiración más honesta es que las canciones conecten, que alguien use “A tu ritmo” en una historia de Instagram o que aparezca en un video de TikTok, saber que forma parte de los momentos especiales de la vida de alguien. Para Wozniuk, el verdadero éxito radica en la idea de que su música deje una marca indeleble en el corazón de las personas y trascienda el lugar donde fue compuesta.