Presidencialismo transneoliberal

8 de Julio de 2025

Raymundo Espinoza Hernández
Raymundo Espinoza Hernández
Maestro en Derecho Constitucional por la UNAM, especialista en Derecho de Amparo y candidato a doctor por la Universidad Panamericana. Cuenta con el certificado DESC de la Global School on Socioeconomic Rights.

Presidencialismo transneoliberal

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Para algunos analistas, el régimen político de la 4T representa la realización de la democracia y, para otros, es una regresión autoritaria. Hay quienes sostienen que se trata de una democracia populista dirigida, mientras que otros consideran que estamos en presencia de un autoritarismo electoral. Para unos, el nuevo régimen político se basa en un sistema de partido preponderante, donde la oposición todavía puede ganar elecciones. Para otros, en un sistema de partido hegemónico restaurado que perfecciona la experiencia del viejo PRI. En prospectiva, señalan otros, el “régimen de los 40 años” en el mejor escenario será una democracia frustrada, donde las élites políticas manipularán al pueblo para controlar el Estado hasta que se agoten los recursos públicos disponibles para gasto social.

Ahora bien, sea una democracia populista dirigida o un autoritarismo electoral competitivo, con partido preponderante o hegemónico, los analistas omiten referirse a un hecho innegable, que el régimen político de la 4T aparece montado sobre un gobierno presidencial amparado por la propia Constitución mexicana.

Al respecto, es importante tener presente que, por su tendencia a concentrar poder y neutralizar cualesquiera mecanismos interorgánicos de control, el presidencialismo es una forma de gobierno inadecuada para Estados democráticos o para sistemas políticos que pretenden transitar a la democracia. El éxito de la expresión “presidencialismo autoritario” está bien justificado.

No obstante, en México la institución presidencial fue un factor determinante en la consolidación del Estado mexicano y la construcción del régimen político posrevolucionario. En ciertas coyunturas, ha sido una institución efectiva para defender la soberanía nacional y para generar estabilidad política, para sostener la unidad nacional y modernizar el país, incluso para alcanzar cierta justicia social. Pero también ha sido un instrumento del autoritarismo y la corrupción, así como el caballo de Troya del neoliberalismo y la pretendida instancia justiciera del post neoliberalismo.

Como se ve, un límite absoluto para la construcción de la democracia política en México es la forma de gobierno presidencial. Se trata de una estructura constitucional de primerísimo orden. Precisamente, los esfuerzos de cambio institucional implicados en la llamada “transición a la democracia” buscaron rebajar y contener la potencia formal y fáctica del presidencialismo para atar la dirección del país a la continuidad de las políticas económicas neoliberales, bajo un esquema parecido al porfiriato: un régimen oligárquico de saqueo de recursos naturales y privilegios para unos cuantos, dirigido por tecnócratas, donde las elecciones eran intrascendentes o apenas un simulacro y el desarrollo nacional dependía de la inversión extranjera.

Las decenas de reformas electorales, administrativas, judiciales y de derechos humanos entre 1988 y 2018 pretendieron convertir el “híper presidencialismo” mexicano en un “presidencialismo acotado”, como solían decir los analistas de moda en ese momento.

En detrimento del poder presidencial, las reformas electorales mermaron el sistema de partido hegemónico y generaron pluripartidismo, elecciones competidas, autoridades autónomas, múltiples alternancias, gobiernos divididos y gobiernos yuxtapuestos por todo el país. La creación de organismos constitucionales autónomos le restó atribuciones al Poder Ejecutivo en diversos campos, con el objetivo de que funciones públicas de orden supuestamente técnico fueran llevadas a cabo por instancias en principio ajenas a los partidos políticos y los vaivenes del juego político. La configuración de la Suprema Corte de Justicia como un órgano cuasiespecializado en el control de la constitucionalidad y la reforma de derechos humanos, por ejemplo, fueron cambios legales que de alguna manera también buscaban contener el poder presidencial.

El día de hoy, nadie duda de que el presidencialismo opera y es tan eficaz como antes lo fue. En un contexto muy diferente, la figura presidencial sigue siendo el actor institucional más importante del sistema político mexicano. La ruptura con el neoliberalismo anunciada por la 4T en aras de un desarrollo alternativo para el país no se entiende sin la conquista electoral del Poder Ejecutivo. Igualmente, la reivindicación del interés público nacional, de la soberanía y del bienestar social para la población no serían posibles sin el activismo a su favor por parte de la Presidencia de la República.

En este sentido, es fundamental que los objetivos constitucionales de justicia social no queden sujetos a determinaciones unilaterales ni a dinámicas que obstaculicen o secuestren su cumplimiento. Para ello, la constitucionalización de los programas sociales es de gran relevancia, pero, además, es necesario fortalecer las garantías institucionales que protegen los derechos colectivos, comenzando por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y el Poder Judicial de la Federación. Pues los DESCA no pueden seguir siendo derechos fundamentales de segundo orden ni un complemento a la justicia individual. En paralelo, y éste es el reto que le corresponde afrontar directamente al Poder Ejecutivo, resulta indispensable fortalecer la industria y el mercado nacionales con miras a emprender un desarrollo integral e independiente del país, menos condicionado por las dinámicas de acumulación de los Estados Unidos.

Finalmente, hay que tener presente que la justificación y el sentido del poder público que se ejerce desde la Presidencia de la República, las cámaras del Congreso o la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en tanto estructuras constitucionales básicas, no son otros que la soberanía popular y el beneficio del pueblo de México. De aquí su necesaria convergencia y coordinación dentro del régimen presidencial mexicano para garantizar los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales de la población, así como el desarrollo económico, social y sostenible del país. Ésta es la mejor manera de acotar el presidencialismo sin renunciar a él.