¡Para todas mis alumnas y alumnos. Porque insistir, persistir y resistir vale la pena!
La despedida de esta Suprema Corte como último guardián de la Constitución ha marcado un parteaguas en nuestra historia democrática. Con el inicio de un modelo de elección popular de ministros y ministras, y con el desmantelamiento de la carrera judicial, nos adentramos en un terreno incierto donde la independencia judicial, que alguna vez fue referente regional, ha quedado debilitada. Pero si bien la pérdida de contrapesos institucionales es grave, no significa que esté cancelada la posibilidad de construir justicia. Ahí radica, precisamente, el reto de la abogacía, de la academia y de la enseñanza del derecho.
La crisis del sistema judicial obliga a mirar más allá de la coyuntura política. Si las instituciones hoy se muestran frágiles frente a las presiones del poder, la responsabilidad se desplaza hacia quienes ejercemos, enseñamos y estudiamos el derecho. La abogacía en México enfrenta un reto histórico: ejercer la profesión con pasión, ética y convicción, en un entorno hostil, donde la calidad de los argumentos jurídicos puede ser menos valorada que la lealtad política, y donde los tribunales quizá no respondan con la independencia que deberían. La pregunta es inevitable: ¿cómo se mantiene viva la convicción de que el derecho es un instrumento de libertad cuando todo parece empujar hacia la obediencia?
La respuesta pasa por la academia y la enseñanza del Derecho. La formación de nuevas generaciones de abogadas y abogados adquiere un valor estratégico en este contexto. No basta con transmitir conocimientos técnicos; es necesario cultivar la pasión por el derecho como herramienta de cambio social. En tiempos en los que la justicia oficial parece preferir la subordinación, la enseñanza debe insistir en que el rigor en los argumentos, la creatividad jurídica y la preparación no son negociables. Formar jóvenes con convicción de justicia significa enseñarles que el derecho vale la pena, incluso en escenarios adversos.
En ese sentido, las aulas se convierten en trincheras de resistencia. La auténtica cercanía con la gente no se mide en discursos oficiales, sino en la capacidad de garantizar acceso a la justicia a quienes menos tienen. Una Corte sensible no es la que obedece al Ejecutivo, sino la que defiende a las personas vulnerables aunque ello incomode a las mayorías. Esa visión debe transmitirse desde la academia para que los futuros profesionales del derecho entiendan que su vocación no es complacer al poder, sino servir a la sociedad.
El relevo generacional en las facultades de derecho es, en realidad, nuestra mayor apuesta. En cada estudiante que decide litigar por causas sociales, en cada joven que se apasiona por el estudio de la Constitución, hay un recordatorio de que la esperanza no se extingue. La enseñanza del derecho tiene, entonces, una doble responsabilidad: resistir la erosión institucional y, al mismo tiempo, sembrar convicciones profundas de justicia, libertad e igualdad.
No se trata de idealizar: el panorama es complejo y la curva de aprendizaje será costosa para quienes impartan justicia, pero sobre todo para quienes la busquen. Sin embargo, existen bases sólidas sobre las que se puede construir: la doctrina y jurisprudencia acumulada, el legado de instituciones como el Centro de Estudios Constitucionales, la Escuela Judicial y el Semanario Judicial de la Federación, así como experiencias exitosas como la de la Defensoría Pública Federal, que ha demostrado que aún en escenarios adversos es posible ampliar el acceso a la justicia.
La abogacía, la academia y la enseñanza del derecho deben asumir que no basta con lamentar el cierre de un ciclo. El reto es mucho más profundo: formar una nueva generación que no renuncie a la idea de que el derecho es un instrumento de transformación social. Si algo enseña este momento es que la independencia judicial puede perderse en un instante, pero la esperanza se construye día a día, en cada tribunal, en cada aula y en cada persona que decide creer en la justicia. Porque, al final, sembrar justicia en tiempos adversos no es un acto de ingenuidad, sino de responsabilidad histórica.