En 1932, Aldous Huxley publicó Un mundo feliz, una novela que en su momento fue catalogada como ciencia ficción futurista. Noventa y tres años después, más que ficción parece un espejo inquietante de nuestra realidad. El libro describe una sociedad aparentemente perfecta: sin guerras, sin hambre, sin dolor. Una utopía que, en realidad, esconde el mayor de los controles: el de la mente y las emociones. Y es ahí donde las coincidencias con nuestro presente saltan a la vista.
La novela plantea un mundo donde la felicidad no es un derecho ni un deseo, sino una obligación. Los seres humanos son diseñados en laboratorios, condicionados desde su gestación para aceptar el lugar que ocuparán en la sociedad: desde los más privilegiados hasta quienes realizarán los trabajos más básicos. Nadie cuestiona su papel porque han sido programados para no hacerlo. El libre albedrío desaparece, y en su lugar reina una sensación artificial de satisfacción. ¿No suena familiar?
Hoy no nacemos en probetas, al menos no de manera masiva. Pero sí estamos expuestos a mecanismos de control social y cultural igual de efectivos. El algoritmo de las redes sociales decide lo que vemos, lo que creemos y hasta lo que deseamos. La industria del entretenimiento y de la publicidad moldea nuestras aspiraciones, crea necesidades artificiales y dicta la moda de lo que debemos consumir. Como en la novela, no es necesario imponer una dictadura abierta cuando el control puede ejercerse con el disfraz de la libertad.
Huxley imaginó una droga llamada soma, repartida a toda la población para garantizar el bienestar permanente. Bastaba con una pastilla para calmar la tristeza, la frustración o la rebeldía. Hoy no tenemos soma, pero sí una multiplicación de escapes que cumplen el mismo propósito: desde los ansiolíticos y antidepresivos que se consumen en cifras récord, hasta el scroll infinito de TikTok o Instagram, diseñados para mantenernos en un estado de dopamina constante. La anestesia emocional ya no se receta en píldoras mágicas, sino en pantallas que nos distraen de los problemas reales.
Otro de los puntos centrales de la novela es la eliminación de la historia y el desprecio por la cultura clásica. En Un mundo feliz, Shakespeare es censurado porque despierta emociones “inconvenientes” como la melancolía o la reflexión profunda. Lo importante es que nadie piense demasiado. De nuevo, el paralelismo resulta perturbador. Hoy asistimos a una era de hiperconexión que paradójicamente fomenta el olvido. La información circula en exceso, pero con caducidad inmediata: lo que hoy es tendencia, mañana desaparece del radar colectivo. La memoria histórica se diluye en memes y titulares que duran lo que tarda en aparecer el siguiente escándalo.
Huxley también planteó una sociedad sin familia, sin vínculos profundos, porque todo apego podía convertirse en un riesgo para la estabilidad del sistema. En nuestro mundo, la familia no ha desaparecido, pero sí se enfrenta a cambios drásticos. La vida hiperindividualista, las relaciones líquidas de las aplicaciones de citas y la cultura del “usar y tirar” han erosionado la construcción de vínculos sólidos. Cada vez más personas viven solas, sin hijos o sin relaciones estables, una elección que debe respetarse.
Pero quizás la mayor coincidencia entre la distopía de Huxley y nuestro presente está en la aparente “elección”. Los ciudadanos del libro no sienten que estén sometidos; por el contrario, creen que son felices porque se les enseñó que lo son. En nuestra realidad, la idea de libertad convive con cadenas invisibles: creemos que decidimos lo que compramos, lo que votamos, lo que pensamos, cuando en realidad respondemos a estímulos diseñados para llevarnos justo a ese punto.
La pregunta que nos deja Huxley es incómoda: ¿preferimos una felicidad prefabricada o la incertidumbre de la libertad auténtica? El escritor sospechaba que, llegado el momento, las sociedades elegirían la comodidad del placer inmediato sobre la dificultad de pensar y cuestionar.
La anestesia digital, el consumismo como religión y la manipulación del deseo son los nuevos somas de nuestro tiempo. Y mirando alrededor, parece que su predicción se cumple: las personas parecen realmente ‘felices’ con los ojos fijos en la pantalla del celular; ya ni siquiera hace falta mirar el mundo “feliz“ que nos rodea.