1.
Nadie podría querer el desorden mundial actual pero todos parecieran estar haciendo algo para lograrlo. Los tiempos de desajustes en el concierto internacional suelen traer aparejados cambios geopolíticos y estratégicos. Así fue en las postrimerías de las primera y segunda guerra mundiales, como también al concluir la guerra fría con el colapso de la Unión Soviética. Tras ello, un orden unipolar no resultó posible y el epílogo de las crisis sanitaria, económica y hasta militar augura el surgimiento de un orden multipolar que necesariamente habrá de trastocar los equilibrios preexistentes.
2.
El intercambio global de financiamiento, bienes, mercancías y conocimiento aún se regula conforme a las instituciones forjadas en Bretton Woods, con el patrón dólar y el libre comercio como panaceas; la seguridad internacional también está basada en instituciones de la posguerra, como son la Organización de las Naciones Unidas y el sistema de hegemones, producto de la tensión y disuasión entre las cinco grandes potencias nucleares (Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Rusia y China) y algunos países como India, Pakistán, Israel, Corea del Norte y eventualmente Irán, quienes también poseen armas nucleares en menor cuantía. El desarrollo sigue patrones de acumulación con patrones clásicos, en donde los países más aventajados financiera, tecnológica y militarmente acumulan riqueza y crecimiento, en detrimento de los demás que tratan de seguirles el paso.
3.
Empero, los nuevos desafíos globales implican costos y responsabilidades que nadie quiere asumir. El riesgo de pandemias como el Covid-19 evidenció la fragilidad de algún mecanismo global para hacerles frente con oportunidad, eficacia y recursos suficientes y expeditos. No deja de ser irónico que existiendo las vacunas y los tratamientos médicos necesarios, la distribución de los mismos siguió un patrón injusto, primero los países más ricos, después los medianos y hasta ahora, los más vulnerables, lo que también ha contribuido a la permanencia y expansión de la enfermedad. Respecto del cambio climático, mitigar o resarcir los daños causados al medio ambiente por la era industrial, de la que las grandes potencias han sido las principales beneficiarias, requiere transferir recursos a los países más vulnerables de por lo menos 100 mil millones de dólares al año, conforme a los compromisos establecidos en los Acuerdos de París de 2015. Al momento no hay un liderazgo climático capaz de hacer cumplir estos compromisos y el tema se ha desvirtuado al pretender utilizarse como moneda de cambio en cuestiones como la guerra en Ucrania o el cerco a Taiwán.
4.
Como corolario inmediato, el hambre y la pobreza se extienden por el mundo. La inflación desbordada golpea con crudeza el bolsillo de las personas, pero más duramente los de quienes menos tienen. Así es que 400 millones de personas han perdido ingresos o estabilidad laboral cayendo a situación de pobreza, en tanto que una crisis alimentaria se cierne sobre extensas regiones, al extenderse tanto la sequía, producto del cambio climático, como la carestía por la ruptura de cadenas de suministro. El precio promedio de los granos se ha más que duplicado, ni qué decir de los energéticos, cuya transición hacia fuentes renovables ha vuelto a tropezar ante las eventualidades inmediatas.
5.
El caso es que se vislumbra un mundo multipolar, pero las bases para regular el conflicto moderno aún no son claras ni seguras. Tanto China como Rusia denuncian la decadencia e injusticia del sistema liberal democrático, pero la alternativa resulta ser un modelo cleptocrático, concentrador y de derechos acotados o limitados por la seguridad del Estado. Ciertamente, no se ven corrientes migratorias hacia estos países en busca de la tierra prometida. ¿Cómo sería posible conciliar libertades, desarrollo y justicia? Si se quiere un mejor mundo, habrá que construirlo desde la democracia.