›La alegría de la niñez está fincada en esa bonita mentira: el mundo material es más de lo que vemos. Pokémon GO intenta transformar esa mentira en verdad.
Hace unos días me visitaron mis sobrinos. De tres y ocho años, lo que le entretiene a uno le aburre al otro, de modo que es difícil dar con algo que podamos jugar por cinco minutos seguidos. Previsiblemente, al cabo de una hora me quedé sin ideas para entretenerlos. En un último esfuerzo antes de prender la tele y ponerles Frozen, saqué los ejemplares que todavía tengo de ¿Dónde está Wally?, la serie de libros para niños publicada por Martin Handford en los ochenta, donde el objetivo es hallar a Wally entre un mar de personas y objetos. Para mi enorme sorpresa, mis sobrinos se quedaron junto a mí, absortos en cada página. Nunca pensé que un niño como Mateo, jugador empedernido de Minecraft, se interesara en una distracción tan elemental como esta. Su entusiasmo me llamó la atención. Wally fue mi Pokémon GO: un juego muy popular donde el objetivo era encontrar algo escondido.
Se ha hablado hasta el cansancio de cómo Pokémon GO es un salto exponencial para los videojuegos, así como una goma que desdibuja la barrera entre nuestro mundo y el virtual. Sin embargo, aunque utiliza tecnología de punta, geolocalización y demás, Pokémon GO es, en esencia, uno de los juegos infantiles más antiguos de la historia, incluso emparentado con rituales religiosos. De niño, por ejemplo, lo que me divertía de ir a las cenas de Pascua judía en casa de mi abuela era cuando los adultos escondían el afikomán –un pedazo de pan matzá– en algún lugar de la sala. A quien lo encontrara le daban dinero, una tradición que se ha ajustado con el paso del tiempo para que los niños no se aburran durante la ceremonia del séder. Para otras religiones esa misma festividad viene acompañada de juegos similares. ¿Quién no se divirtió con huevos de Pascua en el kínder? Salir a buscarlos es una actividad tan común que hasta su nombre en inglés (Easter egg) se ha convertido en sinónimo de una sorpresa oculta. Los pokemones y los huevitos de Pascua también comparten colores; amarillos, morados, rojos y azules, ambos saltan a la vista, contrastando con su entorno.
Pokémon GO tampoco es el primer pasatiempo en mezclar la tecnología del mundo virtual con juegos tan viejos como los huevos de Pascua. La app Geocaching usa la geolocalización del iPhone para que el jugador encuentre coordenadas a tesoros que otros usuarios escondieron en distintas partes del mundo. Hace un año lo prendí en Central Park y el mapa me mostró decenas de botines a mi alrededor. Pero Geocaching no solo se jugaba en espacios concurridos y turísticos como el centro de Nueva York. Visitando a mis sobrinos en Santa Mónica, le di clic a la aplicación y al cabo de media hora de seguir pistas dimos con un cilindro, escondido entre las ramas de un árbol, en una calle cualquiera. Adentro había juguetitos de plástico, baratos e insignificantes. Mis sobrinos, sin embargo, los tomaron como si fueran de oro puro. La búsqueda le había dado valor al objeto.
›Muchos juegos infantiles parten del mismo principio. Las escondidillas, un pasatiempo practicado en muchísimos países, cumplen un propósito similar, con la salvedad de que los participantes se esconden y también se encuentran entre sí: el equivalente, digamos, a ser pirata y tesoro.
Que estas actividades nos entretengan durante la niñez revela algunos de nuestros primeros deseos, como hallar lugares apartados que podamos reclamar como propios. Basta notar la obsesión que tienen los niños con el concepto de propiedad, peleando para asirse de un objeto al grito de “es mío, ¡dámelo!”. Las escondidillas también alientan el goce por lo nuevo y lo secreto. ¿Cuántas novelas infantiles se desprenden de lo mundano transformado en increíble? En La historia sin fin un libro abre la puerta a un universo donde los perros vuelan y las tortugas hablan. Un ropero es la entrada a Narnia. En El hobbit, un simple anillo tiene propiedades mágicas. La alegría de la niñez está fincada en esa bonita mentira: el mundo material es más de lo que vemos. Pokémon GO intenta transformar esa mentira en verdad. Nuestros ojos no lo ven pero, con ayuda de un aparato, encontramos una criatura en la banqueta. ¿Cómo no va a tener éxito una actividad que satisface anhelos tan básicos?
No obstante, a menos de que estemos en un manicomio es poco probable toparse con un grupo de adultos jugando escondidillas en los pasillos del edificio o buscando huevos de Pascua en el jardín, mientras que Pokémon GO es una distracción que parece apelar a todas las edades. ¿Seremos parte de la generación más infantilizada de la historia? ¿O será más bien que, como dijo Mauricio González en esta misma publicación, la caza de pokemones nos permite escapar del tedio de la rutina al empalmar el mundo virtual con el real? Querer ser alguien más también es un deseo infantil, y las aplicaciones más exitosas, como Snapchat, nos dan esa posibilidad, intercambiando rostros o colocando una corona de flores sobre nuestra cabeza (vaya fascinación la que provoca un truco óptico tan rudimentario, por cierto). Como Pokémon GO, el éxito de Snapchat está ligado a prácticas ancestrales como disfrazarnos o ponernos una máscara. La tecnología evoluciona. Nuestras fantasías, sin embargo, siempre son las mismas.