A la memoria de los cadetes fallecidos.
En la memoria ancestral de los navegantes, la ausencia de astros significaba la deriva: el inicio del desastre. Sin guía celeste, el rumbo se perdía en la incertidumbre. Paradójicamente, bajo un cielo límpido de Nueva York, el Buque Escuela Cuauhtémoc —orgullo de la Marina Armada de México— encontró su noche. No fue un ciclón, ni la furia del mar lo que lo hirió, sino el golpe seco contra la mole de acero del Puente de Brooklyn. No fue la naturaleza, sino la modernidad la que quebró sus mástiles.
El Caballero de los Mares, como se le conoce desde hace más de cuatro décadas, realizaba una maniobra protocolaria, un saludo amistoso que ha repetido en decenas de puertos. Pero ese día, la ceremonia devino catástrofe. Sus tres mástiles cedieron y cayeron con estrépito sobre la cubierta. Dos cadetes, jóvenes marinos formados en la disciplina del viento y del honor, perdieron la vida en el acto.
El Cuauhtémoc no es un velero cualquiera. Botado en Bilbao en 1982, fue el último de los grandes buques escuela de Hispanoamérica. Desde entonces, ha forjado a más de treinta generaciones de marinos mexicanos, instruyéndolos no sólo en la cinemática naval o el derecho marítimo, sino en la lectura del cielo, el arte del sextante y la obediencia al viento. Es aula, es hogar, es símbolo. Una embajada flotante de México que ondea con sobriedad y dignidad la bandera nacional en mares y puertos.
Su leyenda no se mide en millas náuticas, sino en lo que representa: deber, disciplina, lealtad y honor. Virtudes que se cultivan a bordo como antiguas semillas. Por eso, su colisión con el puente no fue solo un accidente: fue un duelo entre dos símbolos. El Cuauhtémoc, heredero de la tradición marinera; el puente, emblema de la ingeniería moderna. Y en ese duelo, el daño fue real y profundo.
Y, sin embargo, lo que emergió fue otra fuerza: la solidaridad. Inmediata, genuina, sin burocracia. Las autoridades neoyorquinas actuaron con diligencia y fraternidad. El Embajador Esteban Moctezuma acudió al lugar de inmediato, expresó el respaldo del gobierno mexicano y señaló que el buque estaba en condiciones antes del incidente pues estaba listo para viajar a Islandia. Una funcionaria estadounidense, con mesura, recordó que toda conjetura es prematura, que se hará una minuciosa investigación por las agencias norteamericanas.
Nueva York respondió como pocas veces. No sólo la comunidad latina mostró respeto: ciudadanos de todos los orígenes dejaron flores frente al consulado, colgaron carteles escritos en español e inglés con mensajes de aliento. Gestos pequeños pero conmovedores, que no reparan la pérdida, pero consuelan. La ciudad que alguna vez fue lastimada supo confortar. Y se agradece.
Las causas del accidente se investigarán. Por ahora, el buque permanece bajo resguardo. Sus mástiles, como alas truncadas, esperan reparación… o algo más profundo: la restauración de su dignidad lastimada por la tragedia.
¿Volverá a navegar el Cuauhtémoc? Quizá. O tal vez no. Pero incluso inmóvil, ha cumplido su misión. Ha formado marinos que no temen al horizonte, que saben leer las estrellas y guiarse por la brújula del deber.
Porque no se hundió. Solo se detuvo. Como los viejos lobos de mar, aguarda en silencio el soplo de un nuevo viento. Y aun varado, sigue enseñando: que el honor no se quiebra con los mástiles, que el verdadero desastre no es el impacto, sino olvidar el rumbo y rendirse.
Esa noche, bajo el cielo de Brooklyn, el Cuauhtémoc no perdió su gloria. Una vicisitud que reafirma. Y su gallardía, debe brillar en memoria de sus cadetes caídos.