El asesinato de Ximena Guzmán y José Muñoz, dos altos funcionarios cercanos a la jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Clara Brugada, no es un episodio aislado. Es un punto de inflexión. Ocurrió a plena luz del día, en una de las avenidas más transitadas de la capital y bajo una modalidad, el sicario en motocicleta, que ya es marca registrada del crimen organizado en México. El mensaje es claro y perturbador: nadie está a salvo, ni siquiera en el corazón del poder político de la capital.
Los hechos, ocurridos el 20 de mayo en Avenida Tlalpan, muestran una operación quirúrgicamente planeada: vigilancia previa, uso de múltiples vehículos, ataque simultáneo y certero. No se trata de una ejecución improvisada; es una demostración de fuerza. Expertos como Óscar Balderas y David Saucedo han señalado el sello del narcotráfico detrás del ataque. La misma elección del momento, mientras la presidenta Claudia Sheinbaum ofrecía su conferencia matutina, no puede verse como coincidencia: es un desafío frontal al Estado.
Este crimen pone en jaque la narrativa de seguridad que ha construido Morena, especialmente en la Ciudad de México, considerada su bastión político. La capital, que hasta hace poco presumía de estar relativamente al margen de la violencia del narco, ha sido sacudida por un crimen de alto perfil que evidencia una preocupante infiltración de intereses criminales en la vida pública.
Pero no es solo un golpe a la imagen. Es una amenaza real para quienes ejercen funciones de gobierno. La ejecución de estos dos jóvenes funcionarios demuestra que ni el poder ni la cercanía a las figuras más relevantes del gobierno capitalino otorgan inmunidad. ¿Cuántos más caerán antes de asumir que la violencia no solo es un problema del norte del país o de los estados más vulnerables, sino una amenaza sistémica?
Este ataque ha obligado a Morena a revisar sus políticas de seguridad. Las promesas de “cero impunidades” y la indignación expresada por líderes como Clara Brugada o Xóchitl Bravo, son necesarias, pero ya no suficientes. Se requiere una respuesta institucional coordinada, no solo entre los niveles de gobierno, sino entre los propios órganos de seguridad y justicia. También es urgente, replantear la vigilancia en zonas que, como Benito Juárez, se consideraban “seguras”.
La cifra de 327 homicidios entre enero y abril de 2025 en la CDMX, y 37 más solo en los primeros 19 días de mayo, debería obligarnos a mirar de frente una verdad incómoda: la capital no es ajena a la crisis de violencia que atraviesa el país. Aunque las comparaciones internacionales puedan ubicarnos por debajo de ciudades como Bogotá, la tendencia es alarmante.
Además, no se pueden ignorar las implicaciones políticas. En redes sociales y algunos espacios de opinión se habla de un “golpe blando” contra Morena, de intentos por desestabilizar al partido justo en un momento de transición clave. Aunque aún sin pruebas, estas especulaciones revelan un entorno enrarecido, donde el crimen, la política y la percepción pública se entrecruzan peligrosamente.
Hoy, más que nunca, se impone la necesidad de una estrategia integral que combine inteligencia, protección, prevención y comunicación. La violencia política no es nueva en México, pero lo que ocurrió el 20 de mayo en Tlalpan marca una nueva fase: la de la violencia con mensaje, con cálculo político y con capacidad de ejecución en el corazón del poder.
El Estado debe responder con contundencia, sí, pero también con autocrítica. No basta señalar a los enemigos externos; es tiempo de revisar las propias omisiones y corregirlas antes de que sea demasiado tarde. Porque si algo quedó claro tras este crimen, es la urgencia de recuperar el control de la ciudad, de sus calles, de sus instituciones, y hacerlo ya.