Analistas y políticos suelen olvidar que la forma de gobierno que prepondera en el sistema político mexicano sigue siendo el presidencialismo, un régimen que tiende a concentrar el poder dentro y fuera del orden institucional. Precisamente, en el siglo pasado el presidencialismo se confirmó como la estructura constitucional preferida por la clase política para sacar a la sociedad mexicana del atraso económico y social, así como para enfrentar a las potencias imperiales que acosaban al país, en particular la voracidad de los Estados Unidos.
En su evolución y consolidación, el partido oficial asumió la administración de la política, el Estado y la vida pública como principal instrumento articulador y de apoyo político para el titular del Ejecutivo Federal. La clase política estaba en el PRI, militantes o no. Élites políticas, operadores y electores llevaban a cabo su actividad política dentro o en torno al PRI, garantizando la rotación institucional del poder. Las masas populares eran movilizadas en gracia de estructuras corporativas y territoriales, así como de prácticas clientelares, sin exclusión de otros modos más o menos legales, incluso violentos, de hacer política.
Las elecciones servían para legitimar decisiones cupulares tomadas con anterioridad en un sistema de partido hegemónico que generaba una altísima estabilidad política y con buena capacidad para gestionar crisis de gobernabilidad. Ante el agotamiento de los símbolos y narrativas revolucionarias, poco a poco las elecciones se volvieron más importantes como fuente de legitimidad de los gobernantes. A la par, dadas las complicaciones para generar un desarrollo nacional independiente, el PRI se volvió menos capaz de contener y canalizar los reclamos heterogéneos de la sociedad mexicana.
Al final, el propio neoliberalismo agotó las reformas electorales y los alcances de un sistema de partidos plural y competitivo, mostró incluso los límites políticos, económicos, sociales y culturales de la alternancia, así como de la democracia meramente electoral, formal o de procedimientos: pluripartidismo, elecciones competitivas y garantías para el voto libre. Entonces, Morena apareció como la opción institucional viable de alcance nacional para revertir la desviación de poder y el deterioro del Estado social de Derecho asociados al saldo rojo de las políticas macroeconómicos antipopulares vigentes desde la década de los ochenta y operadas por una partidocracia corrupta contraria al interés público.
El cambio en el régimen político anunciado y construido por la 4T se distingue por la recuperación política de símbolos y narrativas históricas desplazadas por el neoliberalismo, así como por la reconfiguración de los arreglos institucionales necesarios para administrar los asuntos públicos y los modos válidos de hacer política. Habría que mencionar, además, la crítica a la ideología liberal antidemocrática y globalista, asumida desde la 4T para reivindicar la soberanía nacional, así como la recuperación del Estado y su democratización.
Resulta indispensable reconocer que la reorientación del poder público a la consecución del bienestar social y la defensa de la soberanía nacional en contra de privilegios e intereses oligárquicos enquistados en el Estado constituye la guía moral y retórica fundamental de las correcciones y ajustes impulsados por la 4T a favor de la democracia y la justicia en aras de un orden político post neoliberal.
Precisamente, el obradorismo representa esta gran causa social, personificada en el imaginario colectivo por el ex Presidente López Obrador y a su modo por la Presidenta Claudia Sheinbaum.
Pero el cambio en el régimen político también tiene que ver con la renovación de la clase política mexicana, de las élites y de la burocracia estatal. En este sentido, la clase política tradicional se ha volcado oportunistamente sobre Morena a través de una reconversión real o ficticia de sus miembros, en todo caso efectiva, que ha obstaculizado la movilidad de las bases sociales del partido o bien ha supuesto su franco desplazamiento para favorecer el crecimiento del instituto político, así como la expansión y mantenimiento del poder en el territorio nacional.
De igual manera, el cambio en el régimen político está marcado por la forma en que el gobierno federal conduce su interacción con los diversos grupos de interés en el país, así como por la actualización de conocidos mecanismos políticos de control gubernamental, sectorial y territorial. Por un lado, por ejemplo, las mañaneras no sólo establecen los mensajes políticos y la agenda pública día tras día, también facilitan y forman las condiciones del diálogo y los límites de la negociación con los diversos actores y sectores de la sociedad mexicana. Por otro, el neo reformismo social dirigido a la captación de votos ha fortalecido el poder presidencial y la preponderancia del partido oficial al consolidar nuevos esquemas corporativos y de clientelismo político con fines electorales.
Al respecto, es necesario reconocer que en la cultura política mexicana actual no prevalece todavía la ciudadanía crítica, pues su formación se encuentra constreñida por las condiciones económicas y sociales del país. La cultura política mexicana responde a complejas dinámicas de sujeción de larga data. Históricamente, las masas populares han dejado la política en manos de los políticos profesionales en quienes confían a cambio de contar con apoyos, herramientas y oportunidades para gestionar la pobreza y la desigualdad que padecen, incluso para mejorar sus condiciones de vida. Es esta esperanza la que explica el voto cautivo o la sumisión de amplios sectores del pueblo de México ante las instrucciones que vienen de arriba.
“Morena en el gobierno garantiza programas sociales y los programas sociales garantizan votos para Morena en tiempos electorales”, suelen aseverar diversos analistas en tono de denuncia.
Es en este sentido que, el día de hoy, en plena 4T, la herencia negativa del neoliberalismo impacta y dificulta el desarrollo de una cultura política democrática sustentada en una ciudadanía crítica, pues para ello se requieren ciertas condiciones económicas y sociales que garanticen la libertad para todas y todos los integrantes de la comunidad política mexicana. Lo que se necesita para construir una cultura política democrática basada en una ciudadanía crítica es cumplir con los DESCA sin injerencias ni ulteriores fines partidistas.
Por último, la descalificación irracional de la autocrítica dentro de la 4T, como si sus manifestantes fueran simples opositores de derecha: conservadores, fachos o fifís, supone una visión dogmática del mismo proceso de transformación, incluso un cierto mesianismo político. Esta manera de gestionar la disidencia no es incidental ni contingente, sino que forma parte de una modo integral de hacer política, para nada acorde con posiciones de izquierda. En muchas ocasiones, sin embrago, esta reacción defensiva no es más que la apología soterrada de una realidad que no quiere verse, pero cuya desatención puede afectar la credibilidad en el proceso de cambio.
La única manera de superar las contradicciones es reconociéndolas y afrontándolas propositivamente. Sólo así, en tanto movimiento democrático, la 4T será congruente consigo misma y logrará su mayor despliegue, precisamente, al facilitar la constitución del pueblo de México como sujeto político que toma las riendas de la historia en sus manos.