“¿Por qué tardó tanto en hablar del caso?”, “¿Por qué en su momento no dijo nada?”, “¿Realmente quiere justicia o sólo busca dinero?” Es desconcertante —pero tristemente común— que una persona que decide romper el silencio sobre un abuso sexual termine siendo más cuestionada que su propio agresor. Lo vimos una vez más con el caso de Sasha Sokol contra Luis de Llano, donde incluso tras una resolución favorable por parte de la Suprema Corte, buena parte del debate público se centró en examinar los tiempos y motivos de la denuncia, más que en condenar el abuso.
Sasha tenía 14 años. Luis, 39. Aun si existiera un supuesto “consenso” —que por ley y ética no puede existir entre una menor de edad y un adulto en posición de poder—, había una asimetría brutal que marca la diferencia entre relación y abuso. Pero en lugar de enfocar la atención en eso, muchos prefirieron interrogar a la víctima, como si el trauma necesitara justificar su calendario o sus silencios. Como si contar una verdad después de años, en lugar de valentía, fuera motivo de sospecha.
La violencia sexual no siempre grita. Muchas veces se arrastra en silencio durante décadas, enquistada en la vergüenza, el miedo o la incredulidad. Las víctimas no siempre pueden hablar cuando el mundo exige que lo hagan. Y cuando finalmente lo hacen, deberían recibir apoyo, no juicios. Pero seguimos viviendo en una sociedad que parece obsesionada con defender al agresor si este tiene suficientes éxitos, simpatía pública o relaciones influyentes.
Llama la atención que, tras el fallo, varias figuras cercanas a Luis de Llano hayan salido a defenderlo. Su hijo, por ejemplo, se limitó a decir que es “un gran padre”, como si eso invalidara el daño cometido. Katia Llanos, exintegrante de Garibaldi, lo describió como “un hombre íntegro”, mientras que otros lo defienden por “todo lo que ha hecho por la música”. Pero tener una carrera exitosa no exime a nadie de rendir cuentas. Ese ha sido siempre el problema: confundimos talento con ética, éxito con inocencia, trayectoria con impunidad. No es la víctima quien tiene que lidiar con necesidad de explicar por qué no habló antes. Es el agresor quien debe cargar con el peso de lo que hizo.
Y hablando de tener memoria cuando de injusticias se trata, el 29 de junio se cumplieron dos años de la explosión que cambió por completo la vida de Thalía, una mujer que sobrevivió a una fuga de gas en su casa en Matamoros y cuya historia ha sido impulsada con valentía por su hermano, el periodista Salvador “Wikichava” Camarena. En aquel incidente, una fuga de gas atribuida a Engie derivó en una explosión que le causó quemaduras severas y múltiples secuelas físicas y emocionales.
A dos años de los hechos, la empresa sigue sin asumir responsabilidades claras. Las versiones se contradicen: mientras las autoridades confirman que había gas natural, Engie sostiene que no. Los peritajes se dilatan, los juicios avanzan lentamente, y la impunidad se vuelve rutina. Pero ahí sigue Wikichava, con publicaciones constantes, recordándonos que el tiempo no debe borrar el reclamo de justicia.
En un país donde la desmemoria es política pública, el caso de Thalía no puede quedar en el olvido. Como tampoco deben olvidarse los abusos cometidos desde posiciones de poder. Porque si algo tienen en común ambas historias —la de Sasha y la de Thalía— es que nos recuerdan que la justicia tardía no es menos válida. Que no es la víctima la que debe justificarse por sobrevivir. Y que el dolor, por más que lo queramos enterrar, no prescribe.
Mientras sigamos cuestionando a quien alza la voz más que a quien la aplastó, seguiremos perpetuando una cultura donde el abuso se normaliza y el perdón se exige antes que la verdad. Es momento de escuchar, de creer y, sobre todo, de exigir cuentas. Aunque hayan pasado años. Aunque ya no esté de moda. Aunque incomode.
Porque si algo duele más que una herida abierta, es una herida negada.