Las últimas semanas han puesto en el escenario mediático hechos muy elocuentes: la final de la Vuelta ciclista interrumpida por protestas propalestinas en Madrid y, en Londres, una multitudinaria marcha encabezada por activistas de derecha contra la inmigración. Ambos episodios condensan un ánimo: el cansancio social frente a una sensación de desorden y la idea —correcta o no— de que la violencia reciente tiene rostro extranjero.
Conviene poner en perspectiva lo que está pasando en el viejo continente. Europa no vive su primer debate concerniente a la identidad. Lo nuevo es la confluencia de tres tensiones: la relacionada con la seguridad y el orden público, tras incidentes que alimentan titulares y algoritmos; la de la integración fallida en barrios donde el Estado llegó tarde o llegó mal; y el de una política que capitaliza el miedo, con partidos que convierten las deportaciones en lema y gobiernos bajo presión para “cerrar” lo que durante años prometieron gestionar.
El resultado es visible en encuestas y urnas: crece el apoyo a limitar entradas, acelerar deportaciones y externalizar asilos. La narrativa es simple y eficaz: “si no controlamos ahora, mañana será demasiado tarde”. Esa promesa de control total, sin embargo, choca con la realidad de un continente envejecido que necesita trabajadores, con obligaciones internacionales de asilo y con mercados que no se detienen en la frontera. Europa no puede, a la vez, exigir logística barata, agricultura competitiva y cuidados asequibles, y negar la aritmética demográfica que sostiene esos engranes.
También es cierto que todo se reduce a la xenofobia, porque eso no ayuda a entender el fenómeno europeo. Hay delitos que indignan, hay redes criminales que aprovechan flujos irregulares y hay fallas estatales concretas: controles permeables, sistemas de asilo saturados, tiempos de integración eternos y una comunicación oficial que llega tarde y no es entendible. Nombrar esos problemas no es criminalizar; es condición para encontrar soluciones.
Los expertos en este tipo de situaciones coinciden en cinco pistas realistas para avanzar en la crisis que viven los países europeos: Control inteligente de fronteras: más tecnología y cooperación europea en puntos de entrada, con métricas públicas y auditorías independientes. Vías regulares y cupos sectoriales: si la economía demanda mano de obra, mejor canalizarla con contratos verificables que dejarla al mercado negro. Asilo rápido y firme: decisiones en semanas, no en años; quien califique, integra; quien no, retorno digno y efectivo. Integración exigente: idioma, certificación laboral y cumplimiento de normas cívicas como llave de derechos ampliados. Invertir al inicio ahorra conflicto después, y política que hable claro: datos abiertos sobre delitos, nacionalidades y resultados de programas; ni maquillaje estadístico ni alarmismo.
Hay, además, una tarea cultural: reconstruir comunidades en ciudades fracturadas. La pertenencia no se decreta; se cultiva con escuela, espacio público y reglas que valen para todos. Europa no puede permitirse la fantasía de la homogeneidad perdida ni el espejismo de la diversidad sin reglas. Necesita un contrato social renovado para tiempos de movilidad masiva.
El riesgo de no actuar es doble: que el miedo gobierne la agenda —y con él, soluciones simplistas que rompan la legalidad— o que el negacionismo mantenga una inercia que erosiona la convivencia. Ni cierre hermético ni puerta giratoria: Estado capaz. Orden con derechos. Y una narrativa política que sustituya la consigna por el resultado. Esa es la frontera que de verdad importa.