1er. TIEMPO: El desgaste del mesías menor. Por años, Gerardo Fernández Noroña ha desempeñando un papel que él mismo escribió: el del rebelde incorruptible, el adversario de los poderosos, el guardián de la pureza ideológica frente a una clase política a la que acusa, con razón o sin ella, de hipocresía y traición. Su carrera ha sido una mezcla de arrebato y convicción, de gritos y consignas, de discursos que apelan más a la víscera que a la razón. Pero en las últimas semanas, ese personaje se ha derrumbado bajo el peso de sus propias contradicciones. Todavía no se había disipado la revelación de que había adquirido una casa en Tepoztlán valuada en 12 millones de pesos, cuyo costo no concilia fácilmente con el discurso de austeridad que lo ha acompañado durante años, cuando apareció viajando en un jet privado a Coahuila, para participar en una serie de juntas absolutamente irrelevantes. La hora en el jet privado cuesta dos mil dólares, y por la ruta que dijo recorrió en dos días, la factura debió haberse acercado a los 10 mil, bastante más que su sueldo mensual como senador. Cuestionado por la prensa sobre el viaje y el costo, respondió de la misma forma que hizo con la casa en Tepoztlán, con furia, lo que no pudo ocultar su negación a revelar quién pagó por tan extravagante viaje. Su sonoridad para buscar desviar la conversación, ya no funciona. Su desgaste es acelerado ante la irracionalidad de sus actos, o una soberbia de la cual no se ha dado cuenta lo que le costará. Fernández Noroña siempre aspiró a ser más que un legislador. Se veía a sí mismo como el heredero moral de la izquierda combativa, el que decía lo que otros callaban. Pero la política mexicana no tiene paciencia con los mártires, y menos con los que quieren serlo y vivir cómodamente a la vez, bajo el aforismo, que bien podría ser esculpido en su epitafio, de “mueran los ricos, hasta que los alcance”. Su degradación política y moral no se explica solo por una casa, un vuelo privado, viajes a destinos pequeño burgueses, o “fifís”, como decía el padre de cuatro “fifís”, Andrés Manuel López Obrador, o un arrebato verbal, sino por un desgaste emocional. La figura del “mesías menor” -el que pelea contra todos- se agota cuando el enemigo desaparece o, peor aún, cuando se convierte en aliado. Con el triunfo de la cuatroté han salido del clóset la verdadera alma de muchos que la nutrieron, como Fernández Noroña, que perdió la causa que lo definía: ya no lucha contra el sistema, porque el sistema, que no ha dejado de ser un mecanismo bañado por la corrupción, lo integró. El rebelde domesticado es hoy apenas una sombra del agitador que alguna vez fue.
2º. TIEMPO: El espejo de la incoherencia. La narrativa que Gerardo Fernández Noroña cultivó por casi tres décadas, lo ha dejado atrapado. Durante años, denunció los lujos de los políticos “neoliberales”, condenó sus viajes, sus casas y sus sueldos. Pero hoy, cuando lo mismo se le aplica, reacciona con la misma soberbia que antes denunciaba. Es el círculo perfecto de la degradación política: quien grita más fuerte contra la corrupción termina siendo juzgado con la vara que él mismo fabricó. Y el golpe más fuerte no vino de la oposición, sino del espejo que siempre carga. Cada palabra que pronunció contra los “hipócritas del poder” ahora resuena como eco en su propio discurso. Fernández Noroña parece no entender que su problema ya no es con los medios, a quienes critica cínicamente de sus males, que trata de esconder como aquél desesperado que se hunde cada vez más en el pantano tratando de patalear con más fuerza a la orilla, sino con su pasado. El problema no es el avión privado de lujo, o su residencia de fin de semana, o sus viajes a Las Vegas y París, o sus fotos de torso desnudo en el baño de un hotel en Nueva York, por más corriente que esto sea. Tampoco es el derecho que tiene cualquier servidor público a vivir como le plazca, inclusive si actúa más como influencer que como senador. El problema es la incongruencia: cuando alguien construye toda su autoridad moral sobre la idea de que los demás son corruptos, la mera sospecha de privilegio se vuelve dinamita. Y cuando su reacción ante la crítica es el insulto, la teatralidad o el intento de intimidación, el personaje empieza a mostrar las grietas de una degradación que ya no es política, sino ética. Fernández Noroña se acostumbró a ser la voz disonante en cada foro. En la Cámara de Diputados, durante años, su presencia servía como recordatorio de que el sistema político mexicano necesitaba voces incómodas. Su estilo confrontacional -excesivo para muchos, necesario para otros- lo convirtió en símbolo de resistencia dentro de la izquierda. Le funcionó cuando en la sucesión presidencial del partido en el poder en 2018, con gritos y presiones obligó al expresidente Andrés Manuel López Obrador, más por cansancio que por necesidad política, a incorporarlo como la sexta corchotala, como denominó al sexteto que jugarían a la democracia para aparentar que la elección de Claudia Sheinbaum había sido mediante un juego limpio. Todavía le alcanzó para ser presidente del Senado, un cargo que, a decir de sus camaradas de cámara, lo trastornó. El dinero que ya le había gustado para vivir como aquellos a quienes tanto criticó, se sumó al poder que nunca había tenido, y nunca supo manejarlo. Como observó Isaac Newton, todo lo que sube tiene que bajar. Newton hablaba de física, pero en política, cuando se sube mucho sn autocontrol, como el senador, al caer se estrella. El poder tiene un efecto corrosivo. Una vez instalado en la presidencia del Senado, Fernández Noroña ya no fue el disidente, sino el árbitro del debate, el garante de la pluralidad. Fue un fracaso. Siguió siendo el mismo pendenciero de siempre. El papel de moderador que era el que debía jugar, no encajó con el del agitador que siempre fue, y la transición política y mental que nunca concluyó, reveló algo que él no quiere aceptar: la rebeldía institucionalizada termina pareciendo simulación. Para eso quería todo, para terminar en nada.
3er. TIEMPO: El político como espectáculo. ¿Qué sucedió con Gerardo Fernández Noroña? ¿Qué pasó con aquel político radical que construyó su fama tirado ante los pies de los poderosos, no como subordinación, sino para obstruirles el paso como protesta? Inauguró sus clavados al asfalto en la Secretaría de Gobernación, cuando Emilio Chuayfett era el jefe de la política interna, y lo repitió con el presidente Ernesto Zedillo para protestar por el Fobaproa. Persiguió a Felipe Calderón a quien acusaba de “usurpador”, y luego, con Andrés Manuel López Obrador finalemente en Palacio Nacional, aquella inercia beligerante, no tuvo fin. Instalado en el Senado, como su presidente, Fernández Noroña cayó en la enfermedad mortal del político, su falta de autocrítica. Su transformación de tribuno popular a funcionario con chofer, asesores y escoltas ha mostrado lo que el poder hace con quienes juran no corromperse. No se trata de un soborno ni de un contrato; se trata del cambio más silencioso de todos: la comodidad. Cuando el discurso radical se vuelve rutina y el aplauso sustituye al argumento, la ideología se convierte en mercancía. Fernández Noroña ya no encarna la lucha contra el sistema: se ha vuelto parte del espectáculo que el sistema necesita para simular diversidad. Si la política mexicana es un espectáculo de indignaciones, Fernández Noroña fue, quizá, su exponente más claro. Su energía y su teatralidad -a veces genuinas, a veces calculadas- funcionaban en la arena pública, donde más le importaba para inventarse, pero no construyen instituciones. El problema que nunca vio es que la política del espectáculo tiene un límite: mientras el público aplaude, el personaje vive; cuando el público se cansa, el personaje muere. Y el público mexicano, cada vez más escéptico, se cansó de él. Los gritos, los insultos y las provocaciones dejaron de parecer valentía y empezaron a percibirse, primero, como falta de control. Después pasó a la bravuconería, y entonces evolucionó a la prepotencia, terminando estos días en un cinismo como aquellos delincuentes que no tienen moral. Su voz, que alguna vez encarnó la protesta, suena ahora como eco de un personaje que no sabe reinventarse. La moralidad política, cuando se convierte en marca personal, es un arma de doble filo. El político que se autoproclama incorruptible se condena a vivir bajo sospecha perpetua. Cualquier error, cualquier exceso, cualquier lujo se interpreta como traición. Fernández Noroña nunca aprendió de estas lecciones históricas, y construyó su identidad sobre la denuncia, si pensar que podría llegar a ser víctima de la misma lógica que alimentó. Su degradación no es un accidente: es el destino natural de todo discurso que confunde la autenticidad con el ruido. Durante años, su grito sirvió para agitar conciencias. Hoy, su silencio sería más revolucionario que cualquier arenga. La historia mexicana está llena de políticos que se creyeron indispensables, y el senador está galopando para sumarse a esa lista. Podría, si quisiera, asumir con humildad la contradicción, reconocer los errores, y dejar que la transparencia sustituya al insulto. Pero eso exigiría de lo que carece, la capacidad de verse a sí mismo y apreciar sus errores. Si algo ha quedado demostrado en él, es que puede perder la calma, el estilo y hasta la razón, pero nunca la certeza de tenerla.
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