Claudia Sheinbaum cumplió su primer año de gobierno delineando lo que podría convertirse en el sello distintivo de su administración: un modelo económico que intenta reconciliar dos mundos aparentemente opuestos. De un lado, la continuidad de los programas sociales que caracterizaron a la Cuarta Transformación y que han beneficiado a millones de mexicanos; del otro, la apertura pragmática hacia la inversión privada, indispensable para detonar crecimiento, empleo y recursos frescos en un país que enfrenta una deuda pública creciente y un margen fiscal cada vez más limitado.
Sheinbaum ha optado por no romper con el legado de su antecesor, Andrés Manuel López Obrador, sino por evolucionarlo. Lo que ella propone es una Cuarta Transformación “2.0”: más técnica, más abierta y menos dogmática. Su apuesta es construir un equilibrio sostenible entre justicia social y productividad económica, convencida de que ambos objetivos no tienen por qué ser excluyentes.
Bajo su visión, los programas sociales, que hoy absorben cerca del 40% del gasto programable, seguirán siendo el corazón del modelo económico. La presidenta lo resume con la frase de su mentor: “Por el bien de todos, primero los pobres”, pero con una adición implícita: primero los pobres, sí, pero con una economía que produzca lo suficiente para sostenerlos. En esa lógica se inscribe su Plan México, un ambicioso proyecto de desarrollo que combina innovación, producción nacional e inversión extranjera, con 23 Polos de Desarrollo para el Bienestar en regiones marginadas y un impulso sin precedentes a la industria tecnológica y energética.
La diferencia clave radica en la reapertura estratégica a la inversión privada. Sheinbaum no niega la soberanía económica, pero redefine sus límites. En los sectores energético y eléctrico, los más cerrados durante el sexenio anterior, su gobierno impulsa esquemas de asociación público-privada que permitan inyectar capital y tecnología sin perder control estatal. Los llamados “contratos de desarrollo mixtos” en Pemex son ejemplo de ello: empresas asociadas asumen riesgos y comparten beneficios, en un modelo que promete hasta 450 mil barriles adicionales de producción para 2033 y una reducción sustantiva de la deuda petrolera.
En el sector eléctrico, el enfoque también cambia: inversiones por más de 22 mil millones de dólares buscan fortalecer la infraestructura nacional y ampliar la participación en energías limpias. Este viraje pragmático busca generar confianza en los inversionistas nacionales y extranjeros, pero también aliviar el peso de una deuda pública que, tras el gobierno de López Obrador, creció un 23% y supera ya los 18 billones de pesos.
El reto no es menor. El endeudamiento, que absorbe alrededor del 3.4% del PIB en pago de intereses, limita severamente el margen fiscal para financiar tanto la expansión del gasto social como las obras de infraestructura. La presidenta mexicana enfrenta así un dilema clásico: o destina más recursos al bienestar inmediato de la población, o canaliza inversión hacia sectores productivos que aseguren ingresos futuros. Cualquier exceso en una dirección podría poner en riesgo la otra.
Si Claudia Sheinbaum logra esa combinación, un Estado fuerte pero no asfixiante, un mercado dinámico, pero no depredador, México podría ingresar en una nueva etapa de crecimiento incluyente. El llamado “modelo económico 2.0 de la 4T” representaría entonces algo más que un ajuste de política: sería la madurez de un proyecto que intenta trascender el populismo sin traicionar su propósito social.
Porque en el fondo, la apuesta de Sheinbaum no es solo económica, sino histórica: demostrar que una izquierda moderna puede gobernar con responsabilidad fiscal, justicia social y apertura económica, sin perder el alma en el intento.