Los primeros seres humanos llegaron a este continente en sucesivas oleadas, hace más de 30 mil años, provenientes de Asia Septentrional, aprovechando períodos de bajas temperaturas, que congelaban las aguas del Estrecho de Bering. En la medida que poblaban todo el continente, fueron construyendo sociedades complejas, desarrollando una agricultura propia, creando instituciones sociales, políticas y religiosas, ingeniando expresiones culturales, incluyendo nuevas lenguas para comunicarse. Incursionaron asimismo en la astronomía, la ingeniería, las matemáticas, la medicina y otras ciencias.
En el territorio de la actual República Mexicana surgieron impresionantes civilizaciones, de las cuales dan testimonio los asombrosos centros arqueológicos preservados hasta nuestros días, así como la cultura viva, que se expresa en las lenguas ancestrales, la gastronomía, la religiosidad, las artes y las tradiciones. La civilización teotihuacana, por ejemplo, floreció en el Valle de México entre los siglos II A.C y VIII D.C. En el año 1325 D.C, de acuerdo a los expertos, diversas comunidades de filiación étnica mexica, fundaron en un islote del lago Texcoco, el asentamiento llamado Tenochtitlan. Con el tiempo, ese asentamiento se convertiría en una auténtica ciudad, poblada hasta por 300 mil habitantes, más que cualquiera de las ciudades europeas de aquella época.
En menos de 2 siglos Tenochtitlan se constituyó en una urbe no sólo extensa, sino también muy sofisticada, siendo la capital de un poderoso imperio, que llegó a controlar enormes extensiones del actual territorio nacional, particularmente después de su alianza con los señoríos de Texcoco y Tlacopa, hacia el año 1428. Era una sociedad teocrática, organizada verticalmente, con una estructura social muy compleja. A la llegada de los españoles, en 1519, el paisaje de Tenochtitlan estaba marcado por espectaculares templos, palacios, calzadas, mercados y canales, con el Templo Mayor como epicentro cultural y religioso. Todo sostenido por una floreciente economía basada en la agricultura, los oficios artesanos y el comercio, más los tributos de los pueblos sometidos al Imperio Mexica.
Nuestra Ciudad de México está asentada, no sólo territorialmente, sino también cultural y socialmente, sobre lo que fue esa inigualable metrópoli de la cultura mexica. Por ello es relevante detenernos a reflexionar el significado que para nuestra historia y nuestra identidad como nación tiene la capital de una de las civilizaciones más desarrolladas del pasado prehispánico. Si bien es cierto que la invasión española y europea terminó violentamente con un proceso civilizatorio único, como el que se vivía en este continente, la fuerza de los valores culturales y sociales, la profundidad de las raíces antropológicas de nuestros pueblos originarios, su espíritu indoblegable, permitieron que esa identidad única y particular, se preservara en gran medida hasta nuestros días.
La invasión, y luego el proceso de sometimiento conocido como “colonización”, que se prolongó por 300 años, se propuso, tras destruir centros ceremoniales y palacios, demoler los cimientos de las culturas originarias, a partir de imponer un nuevo modelo político y social para los pueblos nativos, obligándolos a la vez a adoptar un idioma desconocido y asumir, bajo el eufemismo de la llamada “evangelización”, la religiosidad judeo-cristiana, que les era totalmente extraña. El proyecto colonial de España estableció un sistema social y político elitista, depredador y excluyente, donde peninsulares y criollos ejercían el monopolio del poder político y militar, y se reservaban, a través de las instituciones coloniales, como el virreinato, la encomienda y la religión católica, el disfrute de las riquezas generadas. Todo ello se tradujo en el despojo brutal de los pueblos indígenas, la confiscación de sus tierras y la negación de sus expresiones culturales, incluyendo su cosmovisión religiosa.
Con estos antecedentes, celebrar los 700 años de Tenochtitlan se constituye en un acto de justicia histórica, una reivindicación de nuestras raíces. Aunque la colonización española nos heredó una sociedad multicultural, con rasgos originarios americanos y europeos, más el aporte posterior de otras culturas, no podemos olvidar que México como nación no sería lo que es sin esa esencia originaria prehispánica, que nos marca y nos define. Hoy en día afortunadamente estamos superando el modelo cultural poscolonial, que pretendía definirnos como una sociedad cultural, lingüística, religiosa y racialmente homogénea, bajo los moldes impuestos por el conquistador. La independencia y las revoluciones posteriores no cambiaron ese modelo de sociedad, bajo cuya óptica las culturas ancestrales eran apenas reminiscencias idílicas de un mítico pasado. El proceso de la Cuarta Transformación, en el cual la lucha por una identidad nacional sustentada en nuestra historia milenaria es componente fundamental, ha abierto las puerta a la revalorización de los aportes de nuestras naciones originarias, no sólo en el lejano pasado, sino, y sobre todo, en el presente y el futuro de México.