La elección de León XIV como nuevo líder de la Iglesia Católica parecía una oportunidad para continuar con el legado de Francisco, un pontífice que, con todo y sus contradicciones, dio un giro inesperado hacia la inclusión, el diálogo y la compasión. Pero bastaron unas cuantas semanas para que las ilusiones se desmoronaran.
Esta semana, el nuevo Papa dejó clara su postura: “El matrimonio sólo puede ser entendido como la unión estable entre un hombre y una mujer”. Una frase que no sólo borra de tajo el lenguaje de apertura que Francisco había comenzado a sembrar en la Iglesia, sino que representa una afrenta directa a millones de creyentes LGBTI+ que, por un breve instante, pensaron que podrían encontrar espacio en los bancos de una fe que los había expulsado por siglos.
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No es sólo una declaración conservadora: es una regresión. En tiempos donde el discurso de odio encuentra eco en tribunas políticas y templos religiosos, las palabras del Papa tienen consecuencias. No son teología: son política. Y cuando el líder de una de las religiones más influyentes del mundo afirma que ciertas uniones no tienen validez ante los ojos de Dios, lo que está haciendo es legitimar la exclusión, aunque hable desde el púlpito de la moral.
La Iglesia no es un espacio neutral. Cada señal, cada gesto y cada omisión pesan en la vida cotidiana de millones. Francisco lo entendía. Su teología del encuentro incomodó a los sectores más anquilosados del clero, pero también abrió una conversación urgente sobre derechos, humanidad y misericordia. León XIV, en cambio, ha optado por la línea más segura: la de quedar bien con los guardianes del dogma, aunque sea a costa de quienes buscan una fe que los acoja y no que los corrija.
La egoteca
Y mientras la Iglesia vuelve a cerrarse sobre sí misma, el mundo del entretenimiento también muestra síntomas similares: el regreso al individualismo, a la figura dominante, al protagonismo sin matices. Un análisis reciente elaborado por Skoove y DataPulse Research reveló un fenómeno curioso: las bandas musicales están en vías de extinción en Occidente.
Entre 1980 y 1999, los grupos representaban entre el 50% y el 60% de los temas que llegaban a las listas de éxitos en Reino Unido. Oasis, The Police, Blur o Spice Girls no sólo dominaban los charts, sino que marcaban la identidad cultural de toda una generación. Pero en 2024, esa proporción ha caído drásticamente: solo el 11% de los temas en las listas británicas provienen de bandas. El resto está dominado por solistas (43%) y colaboraciones (20%), en un fenómeno que se ha acelerado desde mediados de los 2000. En Estados Unidos, el cambio es aún más dramático: las bandas pasaron de ocupar el 41% de las posiciones en 1995 a apenas el 4% en 2023.
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La industria prefiere apostar por figuras fácilmente vendibles, por narrativas individuales que conecten con la audiencia a través de redes sociales, documentales y campañas centradas en el “yo”. La colaboración y la construcción grupal se han vuelto riesgosas en un mercado que premia la unicidad sobre la unidad.
Paradójicamente, mientras esto ocurre en Occidente, en Corea del Sur se ha perfeccionado el arte de formar bandas musicales. El K-pop ha desarrollado un modelo intensivo de entrenamiento y gestión de grupos, con empresas como SM Entertainment o BigHit formando artistas integrales. En 2023, la industria musical surcoreana facturó más de 6.300 millones de euros, y solo entre 2020 y 2021, se generaron más de 7.500 millones de publicaciones sobre K-pop en redes sociales. Grupos como BTS, BLACKPINK o EXO no solo dominan Asia: han conquistado el escenario global.
Ambas noticias —la declaración papal y la caída de las bandas— parecen hablar de temas distintos, pero comparten un núcleo común: la pérdida del vínculo colectivo. Una Iglesia que vuelve a marginar y una industria que premia el ego nos obligan a preguntarnos si estamos construyendo comunidades o simplemente multiplicando vitrinas individuales.
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Lo que está en juego no es sólo la representación de los creyentes o la nostalgia musical. Es la posibilidad de imaginar espacios —espirituales o artísticos— donde el otro no sea un estorbo, sino parte fundamental del camino.
Quizá por eso duele tanto la renuncia a ese ideal. Porque en tiempos de polarización, soledad y algoritmos, la necesidad de pertenecer y de encontrar refugio en lo común no ha desaparecido. Solo ha sido silenciada. Por eso necesitamos voces —sean de fe o de afinación— que nos recuerden que la grandeza, como la música o la espiritualidad, siempre suena mejor cuando se toca en conjunto.