En días recientes, la presidenta Claudia Sheinbaum publicó un decreto para crear la Comisión Presidencial para la Reforma Electoral, integrada exclusivamente por personas de su círculo más cercano: Pablo Gómez, Rosa Icela Rodríguez, Ernestina Godoy, Lázaro Cárdenas Batel, José Merino, Arturo Zaldívar y Jesús Ramírez Cuevas. No, no es una planilla de aspirantes de Morena: son quienes decidirán, en los hechos, cómo se rediseñarán las reglas del juego democrático.
Este órgano, que dependerá directamente del Ejecutivo y funcionará (salvo revocación anticipada) hasta el año 2030, se instala como el corazón de una reforma profunda, no sólo al sistema electoral, sino a la arquitectura democrática del país. Y lo hace bajo una lógica inquietante: sin el INE, sin oposición, sin especialistas independientes, sin academia, sin sociedad civil. El órgano dependerá directamente del Ejecutivo Federal y estará compuesto por personajes que (más que perfiles técnicos o plurales) responden políticamente al grupo gobernante. El INE está ausente. También lo están la oposición, la sociedad civil, la academia y los organismos internacionales. Lo que hay es una sola visión, una sola voz y un solo proyecto: consolidar el poder.
En decreto se “justifica” con base en el artículo 21 de la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal. Pero la legitimidad formal no sustituye el debate público ni la pluralidad. Peor aún, los considerandos del decreto revelan una visión distorsionada de la democracia constitucional. Según la narrativa oficial, México atraviesa una etapa histórica donde la ciudadanía ya tiene influencia decisiva y, por ello, es momento de desmontar estructuras que aseguran equilibrios: representación proporcional, órganos autónomos, financiamiento público.
El decreto enuncia principios loables: respeto al voto libre, ejercicio pleno de las libertades, fortalecimiento de los derechos. Pero en la práctica, esos principios son vaciados de contenido. ¿Cómo se respeta la pluralidad si se excluyen todas las voces ajenas al oficialismo? ¿Cómo se promueve el debate público si se reduce a una encuesta sin transparencia ni metodología robusta? ¿Cómo se fortalece el voto si se pretende eliminar la representación proporcional?
La Comisión no busca deliberar. Busca ejecutar una hoja de ruta ya escrita: desaparecer los plurinominales, recortar al INE, debilitar a los partidos, centralizar el control del sistema electoral. No hay interés en mejorar técnicamente el modelo, sino en ajustarlo al tamaño del partido en el poder. La captura democrática no es un golpe repentino. Es un proceso legal, institucional y lento que normaliza la subordinación de la democracia a un solo proyecto político.
Todo en nombre de la austeridad, de la eficiencia, de “la voluntad del pueblo”.
Pero detrás de esa fachada se impone una pregunta clave: ¿a quién rinde cuentas esta comisión? ¿Dónde están los contrapesos? ¿Qué posibilidad hay de que un grupo monocolor, sin voces disidentes ni técnicas, proponga una reforma verdaderamente democrática?
La exclusión de actores relevantes no es un error de diseño: es la estrategia. Como ocurrió en la reforma judicial, el gobierno federal simula abrir procesos participativos mediante encuestas que no cumplen criterios mínimos de transparencia y metodologías robustas, pero que permiten legitimar decisiones tomadas de antemano.
Esta “consulta sin consenso” degrada el diálogo público y transforma el proceso de reforma en un ejercicio de imposición. México necesita una reforma electoral, sí, pero no así. Toda reforma seria debe surgir del debate plural, del diagnóstico técnico, del respeto al Estado de derecho. De lo contrario, se pone en riesgo la legitimidad democrática, pues en toda democracia sana, el rediseño de las reglas del juego debe partir de diagnósticos serios, deliberación abierta y una visión de largo plazo. Aquí, por el contrario, se parte de una consigna política: consolidar el poder. Y se ejecuta con operadores fieles, no con especialistas imparciales.