La mañana en que se dio la noticia del atentado contra dos colaboradores cercanos a Clara Brugada, la Ciudad de México se estremeció, pero no se detuvo. A escasos metros del lugar del crimen, los puestos del comercio informal se alzaron puntuales, inevitables. Se siguieron vendiendo herramientas eléctricas, videojuegos, cosméticos. La vida continuó su curso. En esta gran urbe, la muerte ha comenzado a fundirse con lo cotidiano y a volverse parte del incesante tránsito diario.
Y mientras la investigación por el doble homicidio apenas empieza a desenredar sus hilos, otro episodio, discreto, pero no menos significativo, se está gestando en el corazón de Peralvillo sin reflectores.
El Gobierno de la Ciudad anunció su intención de transformar la antigua Escuela Libre de Homeopatía en un albergue para personas migrantes. La respuesta fue inmediata. Alessandra Rojo de la Vega, alcaldesa de Cuauhtémoc, alzó la voz para denunciar la ausencia de consulta ciudadana, la falta de diálogo con la comunidad. Una decisión impuesta sin consenso. Un decretazo.
Más allá del forcejeo institucional, es crucial mirar hacia atrás y recordar que Peralvillo no es un barrio cualquiera. Erigido sobre antiguos ejidos virreinales, fue durante siglos el traspatio de la ciudad, con la famosa aduana como su emblema fronterizo. Pero también ha sido crisol de modernidades inconclusas, espacio contradictorio y núcleo resistente. Desde el siglo XIX, su identidad se tejió con doble hilo: popular y marginal, sí, pero también industriosa y culta. Fue residencia del general Manuel González, presidente de México entre 1880 y 1884, y tierra de imprentas, talleres, vecindades y mercados.
Ahí, sobre la calle de Peralvillo, el doctor Higinio G. Pérez fundó en 1912 la Escuela Libre de Homeopatía de México. Surgida de una disidencia médica frente al pensamiento oficial, fue un bastión de la medicina alternativa cuando esta apenas buscaba legitimidad. Entre vitrinas, frascos de vidrio y pizarras, se formaron generaciones de médicos que, a falta de hospitales, recorrieron barrios y pueblos con un maletín como único equipaje y una vocación incansable.
La Escuela fue libre no sólo en el nombre: se sostuvo por cuotas, por el trabajo gremial. No dependió de subsidios gubernamentales. Fue, durante décadas, una comunidad viva. Hoy, lo que queda de esa historia son muros cuarteados, vitrales rotos y un litigio sin fin que consume su memoria.
En los últimos años, el edificio fue abandonado, luego ocupado, después disputado. Hoy es rehén del deterioro y de una voluntad de poder que no siempre distingue entre utilidad y legado. Cuando el Gobierno de la Ciudad anunció su reapropiación para destinarlo a otro uso, muchos celebraron. Pero otros vieron algo más: la tentativa de sepultar un pasado, o tal vez una decisión funcional que ignora la resonancia de lo que ha sido.
Porque eso es lo que está verdaderamente en juego: la memoria. No sólo la de una escuela, sino la de un barrio que ha sido frontera entre lo visible y lo invisible. Peralvillo ha sobrevivido a expropiaciones, a planes de desarrollo, a desplazamientos silenciosos. En sus calles se mezclan ruinas modernas y esperanzas antiguas. Decidir el destino de uno de sus inmuebles históricos no es una cuestión meramente administrativa: es un acto de definición cultural.
No se trata de un terreno baldío; sino de una parte de un archivo vivo. La Escuela Libre de Homeopatía no es solo un cascarón abandonado, sino una institución que forma parte del alma de la ciudad. No se trata de oponerse a un albergue —una necesidad humana y urgente—, sino de exigir que incluso los proyectos más nobles se construyan con diálogo, con respeto al entorno y con memoria. Como bien ha señalado la alcaldesa Rojo de la Vega, imponer sin escuchar es errar dos veces.
Al final, la verdadera pregunta no es qué se construirá ahí, sino si la Ciudad de México está dispuesta a imaginar su futuro sin borrar su pasado. ¿Estamos, como sociedad, a la altura de salvaguardar no solo lo urgente, sino también lo que nos define y nos conecta con nuestra propia esencia?