El Plan México, “Estrategia de Desarrollo Económico Equitativo y Sustentable para la Prosperidad Compartida”, fue presentado a principios de año, precisamente en el contexto del regreso de Donald Trump a la Presidencia de Estados Unidos. Y es que, la mayor incertidumbre radica en la pertinencia del Plan México en el contexto de la relación con Estados Unidos y la posición de su Gobierno al respecto.
El Plan México es una apuesta por continuar políticas de libre comercio con Estados Unidos, pero con ciertos ajustes keynesianos (mejor salario, gasto social, más participación de empresas nacionales) donde la intervención del Estado sí importa, particularmente en la política industrial. El Secretario de Economía, Marcelo Ebrard, incluso dijo que se trataba de una carta de navegación para una nueva era. Como era de esperarse, han surgido diversas interrogantes en torno a la comprensión del Plan México: ¿es una estrategia neoliberal o neodesarrollista?, ¿asume una posición globalista o soberanista?, ¿supone continuidad o ruptura al interior de la 4T?
Las lecciones derivadas de la pandemia de SARS-COV 2, el conflicto en Ucrania y la guerra comercial con China deben leerse en el contexto más amplio de disputa y declive de la hegemonía sobre el capitalismo mundial detentada hasta ahora por Estados Unidos. En este sentido, la posición que representa Donald Trump no puede mirarse como una contingencia o un hecho azaroso. Pues expone, más bien, un cambio estructural en el orden capitalista global. Estados Unidos necesita asegurar el flujo constante de insumos y mercancías, así como fuentes de energía y recursos naturales, además de reconstruir y reagrupar su industria nacional.
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Asimismo, una comprensión cabal del Plan México supone ubicarlo en el marco del Plan Nacional de Desarrollo, en tanto instrumento jurídico vinculante para las autoridades administrativas del país, a la vez que su análisis debiese relacionarse con diversos problemas nacionales referidos en el PND: crecimiento económico, desarrollo tecnológico, migración, seguridad, justicia, vivienda, alimentación, agua, ambiente, pobreza y desigualdad, entre otros.
La estrategia fundamental es sacar provecho de la relocalización empresarial y de cadenas de valor, así como del T-MEC y en general de la integración económica con Estados Unidos y Canadá. Pero el Plan México también es un objeto de negociación con el gobierno de Donald Trump, por eso la animadversión más o menos velada contra China. Además, no olvidemos que Estados Unidos culpa a México y el TLCAN por su desindustrialización.
El Plan México busca evitar que el nearshoring sea monopolizado por empresas transnacionales, por eso la insistencia en las PYMES como proveedoras dentro de las cadenas de suministro en sectores como el automotriz, el aeroespacial y el electrónico. Pero esto supone que el nearshoring sucederá, lo cual requiere del visto bueno de Estados Unidos. La otra condición es la inversión, misma que no está asegurada y donde entran en juego otros factores: el apoyo del presupuesto público, la calidad de la regulación y la certeza jurídica para los inversionistas.
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Es necesario reconocer que el desarrollo tecnológico que se propone no es de vanguardia, sino funcional a las cadenas de suministro que ya existen y no dependen de México, pues son parte de la economía norteamericana. Las cadenas de suministro giran en torno a industrias reinas y se organizan a partir de la propiedad intelectual. En este sentido, la mejor opción para México es dejar de ser un simple ensamblador pasivo sin tecnología propia y superar el modelo maquilador dependiente de tecnología extranjera.
En la coyuntura actual, como bien ha precisado José Romero Tellaeche, la única opción coherente con el interés público nacional a lago plazo es “reconstruir un aparato productivo propio”. Otros economistas críticos, como Andrés Barreda Marín, han sostenido que los grandes capitales mexicanos se volvieron rentistas, pues se benefician de rentar el uso de infraestructuras o inmuebles, pero no producen de manera soberana. Es más, la burguesía mexicana se ha acotado a los límites de un capitalismo comercial dependiente, de intermediarios y prestadores de servicios. Los capitales mexicanos parecen no estar en ramas importantes al desdibujarse en cadenas de suministros controladas por terceros para mercancías de la cultura norteamericana. Las empresas transnacionales controlan las actividades de mayor valor agregado: manufactura avanzada, diseño, investigación y desarrollo, así como gestión de propiedad intelectual. Ni siquiera se ha revisado la regulación netamente neoliberal en materia de inversión neutra.
El Plan México se ha presentado como un plan político empresarial donde no han tenido cabida los sindicatos, pero lo mismo pasó en los temas ambientales y agrarios. No hay detalles sobre la implementación de la sostenibilidad y las organizaciones campesinas parecen no tener cabida en la estrategia. Más todavía, ¿qué pasa con la fuerza de trabajo migrante que puede ser expulsada y regresar a México? No se dice nada. Tampoco se habla del trabajo informal ni de la reforma fiscal. Sobre este último punto, los incentivos fiscales excesivos pueden anular los beneficios del desarrollo industrial, favoreciendo a empresas transnacionales sin garantizar creación de valor agregado ni transferencia tecnológica.
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La trayectoria de los tratados de libre comercio de los noventa a la fecha ha representado una integración subordinada de la economía mexicana a la economía norteamericana. Con el TLCAN, la desregulación ambiental y laboral se presentó como un anzuelo para los capitales estadounidenses. Al paso de los años quedó claro que dicha ventaja comparativa implicaba el saqueo de recursos y la devastación ambiental, por un lado, y la precarización de la fuerza de trabajo, así como de las condiciones de vida del grueso de la población, por otro. Con el T-MEC se pretendió resolver el dumping socioambiental, situación que a la luz de la política de fortificación industrial de Estados Unidos anula la estrategia mexicana basada en el nearshoring.
Y es que la modernización de infraestructura para el transporte y almacenamiento de mercancías o la simplificación administrativa, incluidos el uso de tecnologías de la información o la consolidación de la economía datificada y un entorno digital nacional, no sustituyen ni satisfacen la necesidad de contar con una banca de desarrollo que impulse cadenas de valor nacionales, así como con políticas de subsidio, compras públicas y protección de áreas estratégicas para el desarrollo nacional.
Antes en México se producían muchos de los bienes que consumíamos, después la producción en ciertos sectores fue para la exportación (82% hacia Estados Unidos) y el resto de bienes más bien dejaron de producirse para importarse. El T-MEC salvó los aranceles recíprocos, pero Estados Unidos impuso el 25% al acero y aluminio, el 25% a los productos mexicanos fuera del tratado comercial y alrededor del 15% a los automotores producidos en México. Sin el T-MEC México se vería obligado a transformar radicalmente su modelo de desarrollo, fortaleciendo el mercado interno y diversificando sus socios comerciales.
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El incremento del gasto social se destina a la compra de productos importados y no sirve para activar encadenamintos internos, lo que profundiza la dependencia del exterior y amplía el déficit comercial: hay más consumo pero sin crecimiento económico sostenido ni generación de empleo formal. El Estado redistribuye riqueza, pero no construye capacidades de creación de riqueza propia. Fortalecer el mercado interno no es aumentar el consumo popular, más bien se trata de elevar la producción nacional para satisfacer la demanda local. Para ello se requieren capacidades productivas: diseñar políticas industriales activas, proteger sectores estratégicos, promover empresas nacionales e innovación tecnológica propia. La apuesta no puede centrarse en la llegada de inversión extranjera directa y la capacitación de mano de obra. Es decir, el gasto público debe dirigirse hacia la inversión productiva y el Estado debe ser un socio estratégico del capital nacional. Sólo así podría sostenerse el gasto social.
El Plan México tampoco hace mención de la deuda financiera internacional (aproximadamente 50% del PIB). Debemos porque gastamos más de lo que tenemos, gastamos más valor del que producimos y aun así la fuerza de trabaja es súper explotada y los recursos naturales saqueados. No sólo no podemos desarrollar nuestras propias fuerzas productivas técnicas, sino que consumimos más de lo que producimos y nos cobran con intereses. Al respecto, se necesita revincular el aparato científico nacional con el aparato productivo, la producción local de conocimiento con el desarrollo productivo. La producción quedó subordinada a cadenas globales de valor agregado y el sistema científico se volcó a la academia. Se dejó de pensar en un proyecto nacional soberano. El Plan México habla de aumentar la producción pero, por sí mismo, esto no aumenta la soberanía nacional, sólo puede garantizar medios de subsistencia. Entonces, hay que enfocarse en la producción estratégica basada en tecnología de vanguardia propia: una política industrial soberana que impulse la innovación local.